La banalización del prejuicio

Mugak55

Moreras, Jordi 

Departamento de Antropología, Filosofía y Trabajo Social. Universitat Rovira i Virgili – Tarragona

Ya hace una década, que en el Anuario SOS Racismo de 2000 me preguntaba si la islamofobia se convertiría en un nuevo término en nuestro vocabulario de la exclusión. Haciendo referencia al estudio publicado en 1997 por la entidad británica Runnymede Trust, uno de los primeros trabajos que explícitamente denunciaban las actitudes anti-musulmanas en Reino Unido, me cuestionaba si estábamos ante una nueva forma de exclusión motivada por la pertenencia religiosa. Desde entonces hasta ahora, el término islamofobia se ha hecho común en el lenguaje académico, mediático y político. Su uso pareció cobrar todo su sentido después de que diferentes informes elaborados por organismos internacionales alertaran de la extensión del prejuicio anti-musulmán en las sociedades occidentales. Las evidencias empíricas que muestran estos informes, así como estudios que yo mismo he desarrollado en torno a la oposición a la apertura de mezquitas en Cataluña, me convencen de que nuestras sociedades parecen haber abandonado toda contención en la expresión de sus profundos prejuicios respecto al islam y a los musulmanes.

A pesar de ello –y creo que, a contramarea de los debates actuales–, sigo manteniendo algunas dudas ante el uso y abuso del término islamofobia, ya sea en su afirmación o su negación, y su generalización respecto a toda acción prejuiciosa o discriminatoria que se dirija a personas que forman parte del colectivo musulmán. No se trata de dudas de tipo terminológico, sino de denominación: como sucede con toda enunciación pública de un prejuicio, se genera una tensión esencial entre reificación y banalización. O lo que es lo mismo, entre aquellos que interpretan un comentario o una práctica concreta como prueba de la existencia de un prejuicio estructural, y aquellos que niegan la presencia de tal prejuicio, quitándole hierro al asunto afirmando que «no hay para tanto». En la situación actual que nos encontramos, en donde la crisis económica hace aflorar nuestros sentimientos más básicos de temor y recelo, es mucho más preocupante la actitud banalizadora pues no cuestiona las derivas intolerantes que se expresan en sociedades acosadas por pánicos morales, como la nuestra.

La banalización de las actitudes discriminadoras representa el triunfo de la negación de la tolerancia. Es afirmar que la singularidad que es aportada por un colectivo concreto (ya sea por cultura, religión, discapacidad, opción sexual, etc.), no puede ser aceptada con normalidad a no ser que ésta se mantenga en unas premisas que limiten sustancialmente su presencia en la sociedad. Para justificar este proceso de alteración de la normalidad, es preciso construir todo un argumentario que justifique el carácter extraño, no justificado e incluso nocivo, de esta presencia para el conjunto social. En el caso del islam y de los musulmanes, se genera un potente argumentario negativo acumulado a lo largo de siglos, y en donde nuestro acervo de prejuicios se actualiza con las novísimas imágenes de una amenaza que se nos muestra cercana y cotidiana.

Y es por ello que me incomoda el uso que habitualmente se da a la noción de islamofobia, en ocasiones presentada en forma de racismo específico. Recelo de los racismos que se restringen a un colectivo determinado, puesto que acaban convirtiendo su propia singularidad en algo que debe ser justificado ante la sociedad. ¿Y desde cuándo lo singular debe ser justificado? ¿Por qué reclamamos frecuentemente que esa singularidad deba explicarse? ¿Porqué los musulmanes deben darnos las razones de sus observancias religiosas en público? Probablemente porque nuestras sociedades temerosas prefieren refugiarse en torno a un ilusorio principio de homogeneidad que no existe, y en donde lo normal no es lo diverso, y lo diverso se presenta como incompatible a nuestros valores y principios.

Pienso que atribuir un racismo particular a un colectivo específico es encerrarle aún más en esa singularidad que quiere ser excluida de la sociedad. Entiendo y comprendo las estrategias desarrolladas por voces y liderazgos del colectivo musulmán, para sumarse a la denuncia de este tipo de actitudes. Como no podría ser de otra manera, comparto esa denuncia. Pero observo que todo este proceso de categorización institucionalizada de la islamofobia como racismo específico, forjado en una simbiosis entre voces académicas y voces políticas, se convierte en una forma de distraer la potente estructura del prejuicio respecto a una alteridad (en este caso, de tipo religioso) que nos incomoda profundamente. Lamento esta intención taxonomista para identificar nuevas formas de discriminación, que es consecuencia de una renovada reivindicación de las pertenencias religiosas, promovida desde algunos organismos internacionales como nuevo paradigma de descripción de la pluralidad de nuestras sociedades.

Si lo que nos interesa es comprender las razones del rechazo a esta alteridad, probablemente deberemos de atender a la manera en que ésta es categorizada. En el caso del islam y de los musulmanes en España, y más allá de la acumulación histórica de estereotipos, se produce una ambivalente distinción entre culto y colectivo. Por su dimensión de culto, es enmarcado dentro del ámbito de aplicación de la libertad religiosa. Pero es evidente que, al referirse también a los musulmanes como colectivo social minoritario, estrechamente vinculado con unos tránsitos migratorios recientes, y sobre el que se proyectan percepciones claramente connotadas, se incorporan otros registros que van más allá de su tratamiento social y político como confesión religiosa minoritaria. El islam en España, pues, no se percibe únicamente como expresión religiosa, sino también como presencia de un colectivo diverso en lo cultural, que comparte una misma referencia religiosa (aunque ésta genere pertenencias muy diferentes), que se encuentra insertado dentro de las sociedades europeas aunque a sus miembros no siempre se les considere como ciudadanos de pleno derecho.

El islam como culto no presenta ningún tipo de excepcionalidad que le impida ser equiparado al resto de confesiones religiosas, dentro de los marcos de relación institucional y de reconocimiento presentes en Europa. Como el resto de expresiones religiosas, el islam también está siendo influido por las tendencias de secularización, de desinstitucionalización y de individualización religiosa presentes en el espacio público europeo. Los musulmanes como colectivo, en cambio, pueden presentar otras circunstancias de encaje que, debido a que se encuentran marcadas por diferentes condicionantes sociales, de origen o políticas, se supone que podrán presentar dificultades específicas para su incorporación en este espacio público, que superan las que se podrían manifestar en su reconocimiento como culto minoritario. Las dinámicas de diferenciación social, las fuerzas centrífugas de exclusión que aún siguen presentes en nuestras sociedades, se ensañan con los colectivos que se encuentran en una situación de mayor precariedad social. Los musulmanes, debido a que son etiquetados socialmente como inmigrantes (aunque no todos ellos lo sean), se encuentran especialmente expuestos a las tendencias de exclusión que dificultan y condicionan el proceso de integración social.

Esta implícita diferenciación que se establece entre culto y colectivo facilita esa amalgama de prejuicios, pensando que todos ellos se orientan en clave religiosa. Entonces, si entendemos que estamos ante tratamientos despectivos o prácticas discriminatorias en clave de intolerancia religiosa, podríamos apelar al principio de la libertad religiosa, como forma de reclamar la vulneración de derechos que se está cometiendo. Así podría entenderse ante el caso de las reacciones contrarias a la apertura de oratorios islámicos en Cataluña. Pero el hecho es que no estamos ante unos conflictos de raíz religiosa (a pesar de que ésta sea la clave que a menudo se recurre cuando éstos quieren ser definidos), sino en todo caso de convivencia, ante la confirmación de que los colectivos musulmanes no sólo se han asentado en el territorio, sino que manifiestan su voluntad de permanecer entre nosotros y de mantener activas sus referencias comunitarias. Nos encontramos ante conflictos que muestran que unas personas no quieren vivir con otras, ya que consideran que esto será perjudicial para al estatus social que ocupan. En estos casos, apelar a la libertad religiosa no contribuye precisamente a responder a las evidencias de la exclusión social que, en cambio, requieren otros procedimientos correctores más incisivos en cuestiones de carácter social y de garantías de acceso en igualdad a la condición de ciudadanía.

Por tanto, la tendencia a pensar que si se logra garantizar el principio de reconocimiento del islam como culto también se asegurará la integración social de los musulmanes como colectivo es un error grave. Que los colectivos musulmanes puedan tener reconocida la posibilidad de abrir sus espacios de culto, de seguir prescripciones alimentarias en espacios de dependencia pública, o de practicar unos ritos funerarios determinados, en aplicación de su libertad religiosa, favorece sin duda su reconocimiento social en España, pero la integración social de las personas y los colectivos en la sociedad española se garantiza, por encima de todo, con medidas que les permitan acceder en igualdad de oportunidades a los derechos de ciudadanía y a la autonomía personal.

Hoy en día en España, hablar contra el islam y los musulmanes sale gratis y, de hecho, eso es lo que se espera en cualquier ámbito de tertulia o exposición pública. Lo contrario, las matizaciones o la sutileza en los argumentos que se elaboran, parece ser considerado como un signo de duda, debilidad e, incluso, complicidad. Preocupa pensar que se esté aclamando por plebiscito popular un racismo aceptable, que se presenta como la respuesta lógica a unas presencias que incomodan. Me gustaría pensar que uno de los principales indicadores de la calidad de la convivencia social es entender el espacio público, tal como magníficamente describía Daniel Innerarity, «como aquella esfera de deliberación en donde se articula lo que es común y en donde se tramitan las diferencias». Me temo que la implícita discreción que es recomendada respecto a la presencia de determinados espacios y simbologías que se relacionan con el islam en nuestro espacio público (uno de los componentes presentes en los conflictos en torno a la apertura de mezquitas en España), facilita la exclusión que no la inclusión de estos colectivos, incluso pervirtiendo el uso de conceptos como el de laicidad (aplicada selectivamente a unos colectivos religiosos frente a otros). Me temo que conforme vamos avanzando en el análisis se nos muestran nuevos argumentos para justificar viejas formas de exclusión social.

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