Las revueltas urbanas de octubre-noviembre de 2005 en Francia: comprender antes de juzgar

**L**as imágenes de las revueltas urbanas ocurridas en Francia a finales de octubre de 2005 han sido difundidas en las televisiones y periódicos de todo el mundo. Más allá de la diversidad de reacciones, la prensa internacional ha insistido frecuentemente en el carácter insurreccional, señalando con severidad el fracaso de la política francesa de integración de sus minorías provenientes de la inmigración, encerradas en guetos infraurbanos, víctimas de numerosas discriminaciones, y presas así de formas agresivas de comunitarismo. En algunos países limítrofes, donde la inmigración es más reciente, como Italia o España, se preguntan si pueden padecer ellos también revueltas similares –temor que es utilizado incluso por algunos políticos para agitar sentimientos antimusulmanes, partiendo de la hipótesis de que el Islam es en parte responsable de este movimiento.

La inquietud suscitada por estas “émeutes” (revueltas urbanas) tiene su base en un contexto europeo en el que, de forma acelerada desde la Cumbre de Sevilla de junio de 2002, los países miembros de la Unión Europea han optado, siguiendo el ejemplo de Francia, por un endurecimiento de sus políticas migratorias, demonizando a los inmigrantes “irregulares”, lo que refuerza inevitablemente las discriminaciones padecidas por el conjunto de la población extranjera o tratada como extranjera. Sin que sea posible prever cuándo y de qué forma ocurrirá, se puede sin embargo afirmar que allá donde se haya permitido instaurar estructuralmente el desprecio de los derechos, el racismo y la xenofobia con respecto a ciertas categorías de personas, el resentimiento así acumulado será potencialmente creador de revueltas y de desórdenes públicos. La estigmatización de los alógenos, uno de los temas favoritos de la extrema derecha, se ha extendido de tal manera en Europa, inclusive en la problemática de los partidos democráticos, que en la actualidad ningún país de la UE puede considerarse a salvo.

A propósito de cuatro “evidencias” engañosas

Sin embargo, el caso francés es singular y ha causado mucha extrañeza en el exterior. La mayoría de los juicios se han formulado de manera simplista e interesadamente ideológica, privilegiando la faceta espectacular y priorizando las explicaciones culturalistas y moralizadoras. Hay por tanto una falta de conocimiento, al tratarse además de actores a quienes los medios de comunicación apenas han dado la palabra a lo largo de los acontecimientos y a quienes poca gente puede afirmar que conocen en profundidad. Toda interpretación alternativa ha de hacerse con mucha modestia, a fin de evitar la generalización de clichés tal y como han difundo los medios de comunicación. Comencemos por cuatro observaciones previas.

1. En primer lugar, las revueltas de octubre-noviembre de 2005 no son una sorpresa ni una novedad en Francia. Las profesiones en contacto con el universo de las “banlieues”, las “cités” y otros “quartiers difíciles” (educadores, trabajadores sociales, policías), así como muchos sociólogos, hace tiempo que han alertado a los poderes públicos sobre la situación explosiva y la violencia esporádica que reina en ellos. He aquí una selección de fechas que jalonan una cronología con más de 25 años de antigüedad (esta cronología va estrechamente unida a la degradación del clima social en las «cités», cerca de las grandes ciudades):

– 1979, Vaulx-en-Velin (suburbio de Lyon): primeras revueltas con automóviles incendiados, primeros enfrentamientos con la policía;

– 1981 et 1983, Les Minguettes (suburbio de Lyon): los automóviles son incendiados en medio de «rodeos», lo mismo con la policía. El ministro socialista del Interior preconiza el «choque saludable» (encarcelamiento de menores que cometen su primer delito) e intenta sustraer a la justicia su derecho de control sobre las acciones policiales. En marzo de 1983, la extrema derecha difunde la ecuación «inmigración = delincuencia» y obtiene algunos triunfos en las elecciones municipales. Varios asesinatos racistas quedan impunes. En octubre-diciembre, Marcha por la igualdad, de Marsella a París, donde jóvenes hijos de inmigrantes son recibidos por el presidente de la República, que promete una reforma liberal del permiso de residencia y el derecho de libre asociación a los extranjeros. Todos piensan que «el problema de los suburbios está resuelto».

– 1990 (Vaulx), 1991 (Le Val Fourré –gran suburbio de París), 1993 et 1997 (Dammarie-lès-Lys –idem), 1998 (Toulouse): revueltas y enfrentamientos con la policía, generalmente desencadenados por la muerte de personas a las que perseguía la policía o en controles policiales. En el caso de Dammarie (1997), entre otros casos, los policías autores de un asesinato a quemarropa serán declarados por la justicia no culpables, en virtud de una decisión que parece haber sido concebida para exasperar a la población;

– desde 1999: revueltas todos los años en un número creciente de ciudades; los incendios de automóviles se convierten en una tradición (llegando progresivamente a un total de unos 20.000 coches quemados en 2004 y 28.000 en los nueve primeros meses de 2005).

No hay razón pues para estar «sorprendidos» por las revueltas del otoño de 2005. Esta falsa ignorancia de realidades bien antiguas ha servido de soporte a la culpabilización de los autores de las mismas y a la improvisación de medidas represivas desproporcionadas, como si, de pronto, la república estuviera en peligro: la clase política ha querido así hacer olvidar su ceguera ante realidades sociales agravadas a lo largo de treinta años.

2. Sin embargo, la impresión de que estas revueltas eran inéditas, sobre todo para los observadores lejanos, proviene de la combinación de dos realidades: por una parte, han sido objeto de una cobertura mediática sin precedentes; por otra parte, han durado más tiempo y han afectado a la vez a más ciudades, incluso pequeñas, que las revueltas “habituales” de años precedentes. En cierto modo, sólo han existido por la publicidad de los medios de comunicación: cuando, tres semanas después, la policía decidió no publicar el parte diario de vehículos incendiados, la prensa empezó a perder interés en ellos. La mediatización total ha tenido a menudo el efecto de una trampa para los actores de los disturbios, obligados por tanto a estar a la altura de las demandas del voyeurismo mediático y a seguir manteniendo las hogueras. Es importante comprender esta instrumentalización por la espectacular puesta en escena ya que, si bien por una parte hacía aún más gravosa la ausencia total de proyecto político de una juventud sumergida por su propia revuelta, por otra ponía en evidencia el enorme déficit de reconocimiento social sentido por esta juventud.

3. Esta revuelta social no ha sido preparada ni organizada. Desde el comienzo, la tesis del complot fue lanzada por el ministro de Interior, M. Sarkozy: según este punto de vista, un pequeño número de cabecillas y traficantes de droga, para proteger su territorio frente a la intrusión de las fuerzas de policía, vendrían fomentando hace tiempo las revueltas movilizando a una población joven y desocupada. Como prueba de organización, las autoridades han llegado a criminalizar el uso de teléfonos móviles y de Internet, que permitiría a los jóvenes agruparse rápidamente. Digamos que la tesis del complot, que nunca ha podido ser demostrada, ha sido desmentida el 23 de noviembre por los propios servicios de información policiales (RG) de este ministro. El Sindicato de la magistratura (compuesto por la franja de jueces más a la izquierda) ha rechazado por su parte la tesis oficial según la cual la mayoría de los implicados en las revueltas eran “conocidos de los servicios de policía”, según la expresión utilizada habitualmente para ensuciar a las personas acusadas sin pruebas.

Por el contrario, la policía estaba claramente alerta, pues desde la primera noche de las revueltas utilizó balas de goma, hasta entonces sólo usadas por la Brigada anticriminal. Sin embargo, sería igualmente erróneo aplicar la tesis del complot a algunos miembros de la clase política, M. Sarkozy entre ellos. Ciertamente, tras los sondeos de popularidad efectuados a finales de noviembre, este último parece haber sacado provecho de los acontecimientos. Además, ha contribuido abiertamente a provocarlos con declaraciones que han sido justamente recibidas como insultos, no sólo por los jóvenes sino por el conjunto de su comunidad. El 20 de junio de 2005, tras un asesinato en una ciudad de la región parisina, había declarado: «Voy a limpiar la cité con Karcher (a manguerazos).» El 25 de octubre, o sea dos días antes de las revueltas, respondiendo a una madre de familia, declaró ante las cámaras de TV: «¿Estáis hartos de esta racaille (escoria)? Pues bien, yo os voy a librar de ella.» La palabra «racaille», que es muy injuriosa, resume el desprecio guerrero de las autoridades ante los hijos de la inmigración. Actuando aquí como bombero pirómano, M. Sarkozy hace tiempo que piensa que el tema de la seguridad le resulta electoralmente rentable. Además la policía, bajo su reinado como ministro del Interior, no duda en usar términos insultantes como « macacos» para referirse a los jóvenes de las «cités», y se siente protegida en su arrogancia y en sus abusos de poder. Pero esto no basta para reducir una revuelta social tan inevitable al resultado de una simple manipulación.

4. Salvo excepción, las personas que han participado activamente en este movimiento no son inmigrantes: son jóvenes hijos de inmigrantes, en su mayor parte de nacionalidad francesa. La amalgama entre los inmigrantes y sus hijos constituye en Francia una de las armas favoritas de la política de estigmatización de las minorías. En medio de las revueltas, M. Sarkozy anunció que se expulsaría a los extranjeros que habían participado en ellas, pero no ha conseguido arrestar más que a siete, y los tribunales han desaprobado hasta el momento las medidas de expulsión hacia ellos. Pero al tratar implícitamente a los actores de las revueltas como «extranjeros», el ministro ha abierto, conscientemente, la vía a declaraciones más belicosas. Así, el polemista ultra-reaccionario y racista Finkielkrault ha declarado que se trata de una «revuelta de carácter étnico-religioso» y que si estos jóvenes no se consideran franceses y se quejan de la situación económica, no tienen más que volverse a los «países de donde vienen» (recordemos que se trata de franceses nacidos en Francia): «Nadie les retiene aquí». Ni siquiera la extrema derecha más radical había preconizado nunca públicamente la expulsión de las minorías a los países de origen de sus padres, lo que no ha impedido a M. Sarkozy alabar a M. Finkielkrault, viendo en él «un intelectual que hace honor a la inteligencia francesa».

Los acontecimientos; las reacciones: hechos y discursos

Las revueltas comenzaron el 27 de octubre en Clichy-sous-Bois, cerca de París, cuando tres jóvenes, para escapar a un control de policía, escalan en la locura los altos muros de un transformador de alta tensión para refugiarse allí: dos de ellos morirán electrocutados, el tercero resultará con quemaduras graves y será hospitalizado. De inmediato, como ocurre siempre en casos parecidos, las autoridades ponen en marcha una mecánica de calumnia-desinformación y los medios de comunicación toman el relevo: según la versión oficial, la patrulla de policía había sido avisada porque se le había indicado que estos jóvenes estaban robando en una obra. Esta versión será desmentida luego por el fiscal y por el joven superviviente, pero la mentira permanecerá. Ahí tenemos, en la actualidad, un factor determinante en el desencadenamiento de las revueltas urbanas en Francia: sistemáticamente, tras una muerte violenta causada directa o indirectamente por la policía, sólo se da credibilidad a la versión de la policía que será transmitida como tal por los medios de comunicación. Por parte de las víctimas, la institucionalización de la mentira oficial tiende a descartar toda idea de diálogo democrático, de justicia y de reparación, desencadenando así un proceso de reacciones violentas.

Durante cinco noches, Clichy será escenario de una agitación (incendios de automóviles y de edificios, ataques a transportes públicos, destrucciones diversas, enfrentamientos con la policía) que se extenderá en primer lugar a todo el departamento cercano de Seine-Saint-Denis, después a numerosas ciudades de Francia a partir del 2 de noviembre. La noche del 7 de noviembre presentará el balance más grave, con 1.410 coches incendiados y unas 400 detenciones. El 8 de noviembre, el gobierno decreta el estado de urgencia, que será prorrogado otros tres meses por una ley de 18 de noviembre, mientras que la situación vuelve a ser «normal» según la policía (menos de 100 coches incendiados la noche anterior).

Las reacciones del gobierno están condicionadas por la competencia entre M. Sarkozy y el primer Ministro M. de Villepin, ambos probables candidatos del partido de la derecha a la elección presidencial de 2007. Mientras que el primero ajustaba su discurso al de la extrema derecha, el segundo declaraba el 3 de noviembre: «La prioridad es el restablecimiento del orden público, pues estas violencias son inaceptables, pero quiero también entablar un diálogo para encontrar soluciones apropiadas, para que cada cual encuentre su sitio», confesando así en pocas palabras que las revueltas tienen su origen en la incomprensión y la injusticia social. De hecho, los políticos han elaborado un discurso mezcla:

– de firmeza: «los actos de vandalismo serán severamente castigados»;

– y de comprensión: «tenemos que encontrar soluciones a los problemas de los suburbios».

En la práctica, serán sobre todo los discursos y los actos de firmeza los que predominarán por parte gubernamental (pero es cierto que actualmente se ha generalizado la tendencia a criminalizar los movimientos sociales). Mientras que M. Sarkozy se dedica a echar aceite al fuego repitiendo el término «racaille», la máquina judicial y represiva se pone en marcha.

1. Una justicia expeditiva y de una severidad desproporcionada:

– los supuestos protagonistas de las revueltas detenidos son llevados de inmediato a los tribunales, lo que limita los derechos de la defensa;

– una circular ministerial invita a los tribunales a «movilizarse» y a utilizar todas las figuras jurídicas posibles para perseguir las infracciones: delito de injurias, llamamiento a la rebelión, asociación de malhechores, crímenes cometidos en banda organizada;
– un número importante de menores es encarcelado (unos 100);

– las penas de prisión dictadas son numerosas, a menudo excesivas y pronunciadas sin el beneficio de la suspensión de la condena, y por otra parte (señal de una justicia «ejemplar», que aún más es arbitraria y chapucera) muy variable de un tribunal a otro y de una región de Francia a otra, en función del contexto local.

2. Se decreta el estado de urgencia:

– prorrogado hasta el 21 de febrero de 2006, el estado de urgencia es una medida excepcional, privativa de libertades y que abre una vía legal a la arbitrariedad administrativa;

– permite en particular la instauración de un toque de queda, la prohibición de concentraciones, la asignación a residencia de personas consideradas peligrosas, los registros domiciliarios nocturnos, la limitación de la libertad de prensa (todo ello fuera del control de la justicia). Pero, de momento, no ha servido más que para decretar el toque de queda en algunos municipios y para prohibir una manifestación de protesta contra… el estado de urgencia;

– una ley de abril de 1955 instituye el estado de urgencia, sobre todo «en caso de peligro inminente de graves alteraciones del orden público». Ha sido utilizado en varias ocasiones para la represión de los movimientos independentistas argelino (1955, 1958, 1961) y de Nueva-Caledonia (1984). Bajo el régimen del estado de urgencia varios centenares de manifestantes argelinos fueron masacrados en París por la policía la noche del 17 de octubre de 1961: este asesinato colectivo será negado durante mucho tiempo por los poderes públicos;

– la problemática del estado de urgencia está por tanto cargada de un fuerte simbolismo: a los ojos de las minorías y de los demócratas, es a la vez sinónimo de represión colonial, mentira e impunidad; a los hijos de los inmigrantes que provienen de las antiguas colonias les recuerda sus orígenes y la sumisión violenta que fue impuesta a sus padres. Además, puesto que su instauración en 2005 no ha tenido realmente ninguna utilidad , cabe pensar que esta ley de excepción ha sido utilizada conscientemente para emponzoñar una situación ideológica convertida en deletérea desde hace algunos años y que toma la forma de un enfrentamiento social cada vez más etnizado.

3. Endurecimiento de la política antimigratoria. En el marco de la estrategia de la amalgama minorías-extranjeros, y aprovechándose de la situación, el gobierno ha anunciado su plan de endurecimiento del control de la inmigración en Francia, que trata de hacer más difíciles la reagrupación familiar, los matrimonios fuera del territorio francés y la obtención del estatus de estudiante extranjero; el plazo impuesto a los cónyuges antes de poder pedir la nacionalidad francesa será alargado hasta los 4 años; por el contrario, el plazo de alegación para los demandantes de asilo rechazados se reducirá a 15 días, convirtiendo así el procedimiento de determinación del estatus de refugiado en una auténtica lotería que no toca.

Paralelamente, el gobierno anuncia un conjunto de decisiones supuestamente dirigidas a resolver los problemas sociales de los suburbios, en particular en dos frentes: ocupar a los jóvenes desempleados; luchar contra las discriminaciones. «2006 será el año de la igualdad de oportunidades, como gran causa nacional, a fin de que cada cual encuentre su verdadero lugar en nuestra República», ha declarado el Primer ministro el 1 de diciembre de 2005. Como la mayor parte de las medidas anunciadas desde hace veinte años, éstas tienen o bien una simple función de encantamiento (y, en particular en lo que concierne al acceso de los jóvenes a auténticos empleos, no irán seguidas de ninguna medida concreta eficaz); o bien la consecuencia de ofrecer recursos suplementarios a la precarización y flexibilización del trabajo en el marco de la actual política ultra-liberal. Algunas de ellas, si se llegan a aplicar, reforzarán la discriminación y la segregación que se pretende combatir. Entre éstas cabe citar:

– la posibilidad de colocar de aprendiz a los jóvenes desde los 14 años (se acabó la escolarización obligatoria hasta los 16 años);

– el aumento del número de «zonas francas» en donde, bajo la cobertura de pequeñas empresas (filiales o subcontratistas) las grandes empresas podrán beneficiarse a la vez de una reducción de impuestos del 50% de la inversión y de una desreglamentación del código laboral;

– el reforzamiento del poder de los electos locales en materia de políticas sociales (pero también de lucha contra la delincuencia), lo que aumenta la posibilidad de manipulación de estas políticas en base a los intereses electorales de los políticos.

Recordemos, para situar este conjunto de hechos y de declaración de intenciones en su contexto, que han sido adoptadas en un clima muy emocional, en el que todas las cuestiones sociales claves han sido objeto de un fuerte etnización. Las medidas gubernamentales son seguidas o acompañadas de declaraciones a veces violentas o cargadas de odio hacia los inmigrantes y sus hijos, principalmente los originarios del continente africano. Proferidas a veces por personas famosas y difundidas con complacencia por los medios de comunicación, algunos discursos han incriminado, por turnos, su mentalidad atrasada, su rechazo a aprender o a utilizar el francés, su poligamia (motivo por el que los niños no estarían lo bastante vigilados), sus costumbres, su parasitismo y, en conclusión, su incapacidad para integrarse en la República francesa. La prensa ha llegado incluso a divulgar, sin criticarlo, un pseudo «sondeo» de opinión, realizado en noviembre por un organismo bajo tutela del gobierno, según el cual casi 2 («auténticos») franceses sobre 3 estiman que algunos comportamientos «justifican una reacción racista» –lo que, hablando claro, significa que el racismo se considera en las alturas como una ideología «justa».

En resumen, de este vistazo a los acontecimientos de octubre-noviembre de 2005, cabe predecir, por desgracia, que nada ha terminado. Teniendo en cuenta, por una parte, la reacción esencialmente represiva y electoralista adoptada por la mayoría de la clase política y por los medios de comunicación, y, por otra, la creciente etnización de las posturas en presencia, se corre el riesgo de que se reproduzca de forma agravada y cada vez más desesperada, si la revuelta social que permanece encubierta no cristaliza en una propuesta política alternativa viable.

Interpretación: la revuelta de una población que no existe

Génesis: la «segunda» generación, consecuencia no prevista del utilitarismo migratorio.

La primera explicación de las actuales revueltas sociales urbanas hay que buscarla en la política de Francia en materia de inmigración. Esta política se caracteriza por el cinismo, el oportunismo, la negación de derechos y el desprecio de las personas. Desde el momento en que ha comenzado a suscitar reacciones y movimientos de revuelta, la respuesta ha sido la incomprensión y la represión, y el clima se ha endurecido hasta tomar la forma actual de un conflicto con una fuerte connotación étnica.

Contrariamente a otros países europeos, sobre todo los del entorno mediterráneo, Francia es desde hace mucho tiempo un país de inmigración: ha importado desde hace más de 150 años trabajadores extranjeros a intervalos regulares para que contribuyeran a la producción, a las operaciones militares y a la natalidad. Incluso hoy en día, mientras que hace más de treinta años que toda nueva inmigración permanente de trabajo está oficialmente prohibida, entra cada año un número de extranjeros que parece relativamente estable. En su mayor parte obligados a mantenerse clandestinamente en territorio francés, son acosados por la administración pero más o menos tolerados, pues rinden grandes servicios a un coste menor a los empresarios de ciertos sectores económicos, como la construcción y la agricultura.

En julio de 1974, cuando se pone fin a la introducción masiva de mano de obra inmigrante en el sector oficial, que había sido la regla desde la Liberación de 1945, esta decisión fue adoptada, según las autoridades, a causa de la crisis económica, que limita el empleo industrial y minero. Pero interviene, sobre todo, en un contexto en el que los trabajadores inmigrantes son cada vez más combativos y llevan a cabo luchas bastante duras, sobre todo en torno a la cuestión de la vivienda; aparece la reivindicación de una auténtica ciudadanía mientras las agresiones racistas se multiplican. Dos mitos pasan a ser cuestionados: en primer lugar, el del inmigrante sumiso y dócil, dispuesto a soportar todos los sufrimientos y vejaciones para alimentar a su familia que permanece en su pueblo y para acumular un ahorro al que sacará provecho en su país; en segundo lugar, el de «aves de paso», según el cual el inmigrante no se quedará en Francia y volverá rápidamente a su país –ya en esa época, significativamente, los xenófobos decían con frecuencia a los trabajadores árabes: «Si no estás contento, ¡no tienes más que volverte a casa!» En particular, los jóvenes y solteros, considerados como personas de paso y sin importancia, eran amontonados en «hogares» a menudo insalubres y precarios.

Lo que no habían previsto ni los planificadores, ni los empresarios ni los políticos era que a pesar de las malas condiciones de vida y de trabajo que tenían que soportar, y pese al fuerte racismo ambiente, un gran número (tal vez la mayoría) de esos extranjeros no sólo iban a quedarse en Francia, sino que iban a crear allí una familia. Paradójicamente, sobre todo tras su prohibición, la inmigración de trabajo se ha convertido en una inmigración de poblamiento. Pero, al mismo tiempo, estos trabajadores inmigrantes de la generación de antes de 1974 padecerán de lleno los efectos de la reestructuración económica y serán masivamente expulsados de los empleos industriales: participarán en primera línea en el proceso de precarización y de flexibilización de empleo, a menudo alternando con el desempleo o el trabajo no declarado. Sus hijos, por su parte, no tendrán asignado ningún papel en el nuevo dispositivo económico: en la práctica, se encontrarán excluidos del mercado de trabajo aún más que sus padres. Estos hijos de la inmigración irrumpirán en la escena social y política a comienzos de los ochenta. Más allá de su Marcha por la igualdad de 1983, serán señalados con el dedo por un racismo creciente, como rebeldes, incapaces de disciplinarse al trabajo escolar o profesional, delincuentes y peligrosos para el orden de la sociedad «francesa». A partir de ahora es sobre ellos sobre quien va a recaer principalmente la tradicional estigmatización del extranjero. Se les denomina habitualmente «segunda generación» (de inmigrantes), pese a que han nacido en Francia, designándolos así por su origen: es la puesta en práctica de un verdadero estigma hereditario que, indirectamente, ha creado el utilitarismo migratorio.

La «integración republicana»: tras las discriminaciones concretas, un eslogan de desprecio y de represión de las minorías

A partir de los años ochenta, deseosos en teoría de «controlar los flujos migratorios», los sucesivos gobiernos se fijaron una doble línea de conducta en el marco de la política de cierre de fronteras común al conjunto de la Unión europea: por un lado, «luchar contra la inmigración clandestina» para, por otro, «integrar a los extranjeros que ya están aquí», y en principio asegurarles un trato plenamente igual. La «integración» estará a partir de entonces en el centro de los discursos y, en la práctica, este término será sinónimo, sobre todo, del «deber de adaptarse a la sociedad francesa». Pero los esfuerzos de esta sociedad para hacer un lugar a los extranjeros y a su descendencia, en plena igualdad, se quedarán en letra muerta, de tal manera que la integración en sí misma funcionará como una mitología, utilizada principalmente como pretexto para reprimir los particularismos de las minorías, juzgados peligrosos para la unidad de la República.

Aún más, por un malentendido que deriva directamente de la amalgama entre los inmigrantes y sus hijos, el término «integración» será invocado, estúpida e irracionalmente, como un objetivo dirigido también a estos niños, que no son inmigrantes y que, en tanto que franceses, no tienen ningún motivo de ser más «integrados» que el resto de franceses cuyos padres han nacido en Francia. Será en 1991 cuando un informe oficial defina el «modelo francés de integración», tras una cuestión que había llevado a las autoridades a prohibir en 1989 el velo islámico en las escuelas. Posteriormente calificado de «republicano», este modelo se orientó rápidamente hacia una lógica de sospecha respecto a los particularismos religiosos (sobre todo musulmanes) y lingüísticos: todo comportamiento que pueda evocar el multiculturalismo americano es condenado como «comunitarista» y juzgado peligroso para la unidad nacional. En 2003, una ley impone a los extranjeros que quieren residir en Francia la firma de un «contrato de integración» que les ordena, entre otras cosas, de forma discriminatoria, a «respetar las leyes y valores de la República» y, poco después, un informe oficial presenta el no-dominio del francés como factor de delincuencia. Encima, tras los atentados de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, la religión musulmana se asimila a un peligro, en tanto que precisamente al no ser aceptados en la sociedad en que han nacido, numerosos jóvenes se vuelven hacia una práctica más asidua del Islam. La orden terminante de integración republicana ha adquirido así un contenido esencialmente represivo.

Por otro lado, el ideal de integración oculta cada vez menos la desigualdad en la práctica. Tal y como la sociedad francesa ha acabado por admitirlo a finales de los años noventa, los hijos de la inmigración sufren un conjunto de discriminaciones en aspectos claves de la vida: vivienda, educación, empleo, tiempo libre. En particular, hoy, la discriminación del mercado de trabajo es tan fuerte que si un joven que contesta a una oferta de empleo tiene su domicilio en un «barrio difícil» (entre los que registran incendios de automóviles, por ejemplo), tiene un nombre árabe, o proviene de una red escolar que no se juzga noble, no tiene en la práctica ninguna posibilidad de ser empleado. Como es difícil aportar la prueba y como la ley apenas se aplica, esta situación perdura. Otras dos discriminaciones son igualmente muy mal vividas: por una parte, la prohibición (ilegal pero frecuente) que sufren de frecuentar ciertas discotecas; por otra, los controles policiales «por el aspecto físico» (igualmente prohibidos) que padecen constantemente en la calle y en los transportes colectivos, debido a sus rasgos físicos que los convierte en sospechosos. Con toda razón, todo esto es vivido como un racismo omnipresente: desde este punto de vista, las revueltas urbanas son una respuesta desordenada a este desorden tolerado por la sociedad dominante del país.

De esta forma las minorías provenientes de la inmigración son invitadas a integrarse al tiempo que se les recuerda constantemente su condición inferior: es lo que algunos llaman un «mandamiento paradójico», y consiste en una forma de tratar a las personas que es una fuente de gran inestabilidad síquica, que puede desencadenar reacciones asimilables a la locura. En suma, se ha instaurado para estas minorías una distorsión estructural y permanente entre lo real (segregación, discriminaciones, exclusión) y el imaginario (igualdad de derechos y de oportunidades), lo que hace que la integración republicana funcione como un discurso vacío de contenido, que se añade a las injusticias. Los sucesivos gobiernos, sea cual sea su color político, no tienen ninguna excusa por no haber querido ver desarrollarse esta distorsión bajo sus ojos. Cuando, unos años antes de 2000, la ministra socialista Aubry lanzó un amplio programa de lucha contra las discriminaciones, era ya muy tarde y además ninguna voluntad política real vino a confirmar sus intenciones. Recordemos que, pese a las promesas electorales hechas hace ya casi 25 años, los extranjeros (de fuera de la UE) residentes en Francia no tienen todavía derecho de voto.

De la descalificación al odio

Sin embargo, un panorama tan desolador existe también en numerosas regiones del mundo, según variantes más o menos cercanas al antiguo sistema sudafricano del apartheid. Tras las revueltas, muchos comentaristas han evocado la cuestión social, el paro, la segregación, la exclusión, etc. Y todo ello es cierto, pero no es suficiente para desencadenar la violencia. En Francia, un factor que sin duda ha contribuido notablemente a crear una situación estructuralmente explosiva es la existencia de una confrontación permanente entre los jóvenes y la policía, acorde con la orientación represiva de las políticas sociales. Parece como si los poderes públicos, e incluso numerosos especialistas, hubieran subestimado completamente los riesgos insurreccionales que conllevan los innumerables controles sin motivo, ejercidos selectivamente contra una juventud marcada por el color de su piel o la forma de sus cabellos, en los lugares públicos, sobre su propio territorio, ante todo el mundo, y realizados por hombres armados de instrumentos que pueden matar. Tras numerosos incidentes que siguen a estas provocaciones, que terminan en ocasiones con la muerte de un joven, los policías tienen la consigna de declararse amenazados por peligrosos delincuentes, y sólo su palabra es considerada creíble. Esta injusticia es recibida tal vez tan grave como todas las demás: la palabra de un joven hijo de inmigrantes no vale nada contra la de un policía –lo que viene a significar que la sociedad ha decidido que, sea lo que sea lo que haya sucedido, es un mentiroso. Tal es, no por casualidad, la génesis de la revuelta del 27 de octubre de 2005 (y de otras muchas ocurridas antes): tras enviar a dos jóvenes a la muerte, los policías los tratan de delincuentes; implícitamente, el superviviente es tachado de mentiroso cuando explica que, continuamente controlados, han huido desde el momento en que han visto una patrulla de policía.

En fin, para comprender los comportamientos aparentemente irracionales de los autores de las revueltas, como quemar los automóviles de los habitantes de su barrio, incendiar escuelas, atacar autobuses, convendría detenerse en los procesos síquicos que se desencadenan por la confrontación con la policía: fenómenos como la humillación, la sospecha, el miedo, la vergüenza, mostrarían sin duda cómo la descalificación permanente, deliberada, gratuita y en ocasiones sádica, de toda una juventud, se superpone inútilmente a la desigualdad y al separatismo cotidianos que padece por su origen. Para justificar estos controles, se invoca a menudo el hecho de que algunos de ellos son cabecillas, ladrones o traficantes, dejando así desarrollarse la condena de un grupo social entero, que queda ya señalado por su pertenencia étnica. Es la razón por la que se ha destacado que las revueltas han implicado a un número importante de jóvenes, más allá de delincuentes habituales, y han sido acogidas con simpatía por quienes no han participado en ellas, en particular las chicas jóvenes e incluso los padres.

Además del hecho de que al realizar los incendios los protagonistas de las revueltas están claramente, en el terreno que se les ha dejado, a la búsqueda de un reconocimiento que se les niega, los comportamientos de falta de respeto a sí mismos son, antes de cualquier otra interpretación, la contrapartida de la falta de respeto permanente de la que son víctimas. Algunos sociólogos, ellos mismos hijos de la inmigración como A. Sayad, A. Boubeker, S. Bouamama, han analizado con agudeza las hipotecas que gravan las estrategias de las minorías frente a la dominación. Tomando como base sus trabajos, se pueden clasificar estas estrategias reactivas muy diversas en torno a dos polos: la vuelta del estigma y la disociación. Por vuelta del estigma, hay que entender todos los comportamientos y razonamientos que retoman a su manera las señales estigmatizantes de que son objeto, de manera que parezcan convertirse en características reivindicadas. Esta vuelta puede estar cargada de desesperanza, como en el caso de estos jóvenes que, por medio de comportamientos hiper ruidosos y descarados (que los sociólogos progubernamentales denominan «inciviles»), pretenden parecerse a la imagen negativa que la sociedad tiene de ellos: de ahí que el insulto «escoria» lanzado por Sarkozy es utilizado desde hace años de manera interna entre los jóvenes, como «negro» en Estados Unidos. En ocasiones, se trata de un mecanismo de identificación asumido como positivo, como es el caso de llevar el pañuelo islámico, que se ha extendido entre las jóvenes musulmanas como símbolo de pertenencia a un grupo que se sabe rechazado, abandonando de esa manera su estricta significación religiosa. Ciertamente, como un círculo vicioso, los partidarios del estigma ven en ello la confirmación de su teoría. Por el contrario, la disociación se analiza como un conjunto de esfuerzos más o menos organizados y viables, para desmarcarse de la imagen negativa. Con frecuencia se ha dicho, siguiendo este modelo, que la generación de inmigrantes había desplegado mucha energía para insertarse en la sociedad francesa permaneciendo silenciosa y pasando desapercibida, y asumiendo valores como el de la honorabilidad. Esta constatación es sin duda muy general y exagerada, pero es precisamente lo que reprochan algunos jóvenes a sus padres, acusándoles de haber cedido a una obligación de deslealtad hacia sus orígenes o sus tradiciones. Sin embargo, la disociación puede tomar la forma más patológica del odio a sí mismo cuando, a falta de encontrar una salida honorable para combatir la estigmatización, toda una juventud se ve remitida continuamente a una imagen de sí misma que ya no soporta. He ahí algunas claves para interpretar las revueltas que, sin llegar a condenas morales y partiendo de la constatación, ciertamente desoladora, de la ausencia de perspectivas políticas, nos incita a ver que la repetición de estas revueltas designa a su manera un terrible déficit de respeto y de reconocimiento social de todo un grupo, que corre así el riesgo de ser abocado a una etnicidad sin salida: ¿es ése el objetivo?

31 de diciembre de 2005

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