El vientre de la patera

El vientre de la patera
A Mercedes, porque para escribir hacen faltan ideas y ésta es de ella.

Para Ahab, el capitán del Pequod, la ballena era la encarnación del mal y en concreto Moby Dick, la terrible Ballena Blanca a la que persiguió sin descanso a través de todos los océanos. Pero los mitos cambian, ahora Ahab sería un loco y las ballenas son el símbolo de la lucha ecológica por un mundo mejor. De vez en cuando, algunas de estas ballenas aparecen varadas en mitad de una playa. Entonces cientos, cuando no miles, de ciudadanos y ciudadanas responsables y sensibles acuden a salvarlas. Algunos de ellos sabrán, y otros muchos no, que los cetáceos han acabado en mitad de la arena desorientados por el radar de algún barco o que otras se han dejado varar porque enfermas de contaminación han decidido dejarse morir (en cuyo caso poco agradecerán que se les eche agua por encima para refrescarlas en su agonía o los esfuerzos sobrehumanos por devolverlas al océano pervertido por la modernidad y sus combustibles). Pero no sólo se movilizan ciudadanos y ciudadanas, también lo hacen los medios de comunicación y la administración, que pone a protección civil, los institutos de oceanografía y los cuerpos de bomberos que hagan falta para salvar a las agonizantes gigantes. Pero suele ser demasiado tarde, más hubiera valido no llenar de mierda sus mares, y los nuestros, o no haberlas enloquecido con indescifrables ultrasonidos. Las escenas que llegan por televisión periódicamente de acciones de salvamento de los leviatanes del mar no muestran más que una de nuestras mil contradicciones: nos matamos por salvar lo que un momento antes estábamos asesinando.
Entonces, por alguna razón, el pensamiento viaja, o navega, de las ballenas a las pateras. Quizás por la similitud fónica, quizás por el naufragio, quizás por el mismo océano que asiste a la tragedia, quizás por la contradicción de asesinar con fronteras a las compañeras y compañeros que necesitamos vivos para seguir llamándonos humanos, quizás por la soledad de la muerte de las pateras comparada con la muerte multitudinaria y mediática de las ballenas. A las costas de Cádiz, a la playa de Zahara de los atunes o a la playa de Bolonia, por ejemplo, acuden a diario las pateras. Allí muchas quedan varadas y con el paso del tiempo el salitre corroerá sus maderas y la arena acabará por enterrarlas. Llegan a estas playas desorientadas por unívocos sonidos e imágenes lanzadas por las televisiones emisoras del occidental way of life, ahogadas en sus países contaminados de transnacionales y deudas externas, esperanzadas en encontrar por fin una reserva en la que sus derechos sean algo más que papel higiénico. Pero hay muchas que no llegan: las corrientes, los vientos, el frío, las patrulleras, acaban con su viaje y hunden a los jonases modernos en la profundidad del ancho Estrecho. Cuando Queequeg, el mejor arponero del Pequod, se sintió enfermo, le pidió al carpintero del barco que le hiciera un ataúd. Antes de morir quiso verlo terminado y probar su comodidad. El arponero quedó satisfecho con el ataúd y se dispuso a morir. Pero Queequeg era fuerte y superó la enfermedad. Y el ataúd fue luego reconvertido en salvavidas. En muchas ocasiones las maderas de las pateras se convierten en salvavidas de muchos náufragos del Sur pero otras, demasiadas, se convierten en improvisados ataúdes sin el visto bueno de los que en ellos acabarán.
A socorrer a las pateras varadas no acuden multitudes, ni protección civil, ni institutos de oceanografía, ni cuerpos de bomberos. En ocasiones sus naufragios son contemplados por los bañistas sin dejar de tomar el sol o jugar a las palas. Algún Jonás árabe, negro o embarazada muere frente a ellos expulsado por el vientre de la patera y las aguas del Estrecho pero eso no es motivo para que deje uno de ponerse moreno o de jugar. Si fuera una ballena irían corriendo en su auxilio, pero sólo es una patera cargada de inmigrantes, para qué molestarse. Aunque no siempre es así. A las pateras varadas acuden ciudadanos y ciudadanas comprometidas con su realidad que saben que Moby Dick le arrancó la pierna a Ahab en lucha justa y conocen las dimensiones correctas del mapamundi y de la globalización. Pero deben acudir a escondidas, la televisión no los mostrará como a los héroes verdes que salvan ballenas y la policía los detendrá si las sorprende en el grave delito de salvar pateras varadas y las acusará de tráfico de personas si llevan a algún Jonás moderno en sus coches o los acogen en su casa. Pero no sólo se movilizan ciudadanos y ciudadanas responsables dispuestas a desobedecer leyes injustas, también lo hacen los medios de comunicación esforzados en hacer verdad la mentira de la invasión y la Administración con un nuevo muro de la vergüenza lleno de alambradas, rejas electrificadas, radares, últimas tecnologías, patrulleras, todoterrenos, cientos de guardias civiles y millones de euros. Aunque no acuden para socorrerlas. Su misión es otra. Deben impedir que estas ballenas de madera o tipo zodiac alcancen las playas de la esperanza y que si las alcanzan sea sólo un sueño del momento, un espejismo breve que pronto se convierta en la vuelta fulminante al puerto del que se emprendió el viaje. Esta flota de miserables barcas balleneras, perdón, patereras, está bajo el mando de capitanes con las dos piernas pero igualmente desequilibrados. Aunque por respeto a Melville, al océano, al capitán del Pequod y a la Ballena Blanca no se consentirá en este texto la comparación de Blair, Berlusconi o Aznar con Ahab, aunque ellos también parezcan haber enloquecido y encontrado al mal encarnado en las pateras, dedicando buena parte de sus esfuerzos, y pronto sus navíos de guerra, a darles caza.
De nuevo, por alguna razón, el pensamiento viaja, o navega, de las pateras a las ballenas. Quizás por la similitud fónica, quizás por el naufragio, quizás por el mismo océano que asiste a la tragedia, quizás por la soledad de la muerte de los marinos de las pateras comparada con la muerte multitudinaria y mediática de las ballenas o por la insensatez de los capitanes que conducen nuestros barcos. La tripulación del Pequod murió por culpa del empeño de su capitán en matar a Moby Dick. Por muchos arpones que le clavaron no consiguieron acabar con ella. En la caza final todos acabaron ahogados en el fondo del océano y el barco destrozado tras una embestida furiosa de la Ballena Blanca. Sólo se salvó Ismael para poder relatar lo que les sucedió. Bien, ya hemos abusado bastante de la paciencia de Melville. Largaremos aquí el ancla y dejaremos las navegaciones y las comparaciones que quedan al antojo del lector y la lectora.

PD: Los mitos cambian y también se pueden crear. Podríamos imaginar un nuevo mito, quizás el del moderno Jonás. Según este mito las pateras hundidas se convertirían en ballenas como la bíblica y acogerían en su interior a sus náufragos. En el vientre de las nuevas ballenas, recorrerían los océanos esperando el día en el que pudieran regresar a la tierra, cualquiera que fuera, y se les recibiera como hermanos, compañeras, iguales.
Así que, mejor no matar ballenas y, en cuanto a las pateras, ojalá pronto se cambien por los ferrys y textos como éste dejen de tener sentido.

federico montalbán lópez

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