Sangatte: un no-lugar para no-gentes

Sangatte: un no-lugar, para no-gentes

Olivier Aubert

¿Y no tiene miedo de pillar alguna enfermedad? Me pregunta un C.R.S. al tiempo que me escolta hasta la entrada del centro. Inaugurado en septiembre de 1999 el «centro de alojamiento y acogida de urgencia humanitaria» de Sangatte (800 habitantes), situado a pocos kilómetros de Calais, ha acogido 78.000 extranjeros desde su apertura. Antes era en la calle donde dormían esperando cada noche llegar a Inglaterra. A finales de agosto, estos indeseables eran unos 1.700 (un récord). El 16 de octubre último eran 1.085. Pero cómo estar seguro de estas cifras si, aparte de la Cruz Roja que «gestiona» este centro y de algunos activistas, todo el mundo hace como que no existen…

Está la mar, bañada de rayos de sol, atravesada sin cesar por transbordadores blancos. Y está la arena rubia, dulce. Dunas, una fila de casas, un carretera, otra fila de casas y después, campos hasta donde se pierde la vista. Esto es Sangatte, una ciudad-calle un poco apagada en otoño. Un eje que atraviesa todo y que todo el mundo atraviesa sin cesar. Policías, aduaneros, C.R.S. Además de otros policías de paisano, ingleses y franceses. Y finalmente, migrantes. Es así como hay que llamarlos ya que, «sin papeles», no hacen otra cosa que pasar y que, por supuesto, nadie se para a decirles que, también aquí, tienen derecho a pedir asilo, a beneficiarse de la «protección» de la convención de Ginebra.
En cada poste de la ciudad, el partido del horroroso gran rubio tuerto, o lo que queda de él, ha hecho bien las cosas. Hay carteles. Algunos habitantes los han arrancado, otros muchos no. Antes de llegar al centro de esta aldea, hay un VVF ocupado por los C.R.S., pero eso no es todo. Lo hay también en Saint-Omer y en el hotel Capthorn en Coquelles. ¿Qué hacen allí? Nada, absolutamente nada, están allí y eso es todo.
En Sangatte, las casas se llaman El Albatros, La Terraza, Las Gaviotas, La Casa Blanca. Todo está en calma y es precioso, hace bueno y sienta bien.
Mal afeitados, mal vestidos, caminan por la calle de dos en dos. Son los extranjeros. Libres como el aire, se llaman Alí, Hassan, Rafik… La mayoría viene ahora de Afganistán. Están allí, pero no existen, son fantasmas, errantes a quienes no se controla, a quienes no se mira, son casi invisibles.
No hay aglomeraciones, ni ruido, tan sólo un permanente tránsito: ir, venir, caminar, pasar. Es como para preguntarse si caminan por miedo. Por miedo a detenerse, a caer y quedarse allí. Así que durante todo el día caminan.
Son las dos menos cuarto. Entre el pueblo y el «centro» de la Cruz Roja, un gigantesco hangar de chapa de 25.000 metros cuadrados, me cruzaré más de doscientos que caminan con el rostro cerrado, aun sin llegar, con pinta de no ir a ningún sitio.
En la esquina de un callejón, dos ancianos contemplan este ballet. Es una casa triste la de estos ancianos. Ni una flor, ni una planta, ni un color, solamente una tele que parpadea y hombres tras las ventanas que miran a otros hombres pasar. También ellos tienen el rostro cerrado, parecen abrumados. Ellos no van a ningún sitio, ni se han parado, ni han pasado, no hacen nada aparte de comer, dormir y mirar. Son tristes viejos, es una casa triste desde la que se contempla hombres traídos por los crujidos del mundo: pasar, siempre pasar y no detenerse nunca. Sin entender nada.
A la entrada de esta cosa gigantesca que es el centro, rodeada de verjas y dominada por la bandera de la Cruz Roja, una camioneta de C.R.S. controla a la gente que quiere entrar. Pero como aquí todo es al revés, no se pide papeles más que a los «ricos» (lo que tienen un coche) y a los «blancos» (los que tienen pinta de ser franceses y van bien vestidos). Los extranjeros pasan sin más, no existen.
De acuerdo, me cachondeo, pero es la pura verdad. Quisiera saber cuántas depresiones se producen por compañía de C.R.S. y por semana. Porque aquí se trata de hacer lo contrario de lo que los sucesivos ministros Pasqua, Debré, Chevènement, Vaillant, han pedido siempre. Aquí se hace todo lo contrario. No controlar más que a los ricos y a los blancos y a ningún extranjero.
Fuera, sobre las vallas que acordonan el centro, hay ropa puesta a secar, pequeños grupos que charlan. «Harían falta 1.000 pantalones y mil jerseys» dice uno de los responsables de esta urgencia humanitaria que no tiene fin. La Cruz Roja está desbordada. Ya no tiene ropa masculina para dar. Ni un jersey, ni una camisa. Así que cada cual guarda su colada, la vigila, no le quita ojo, la protege. Antes de la entrada al hangar hay cabinas telefónicas que son tomadas al asalto, una por familia. Cuatro cabinas, cuatro familias, quince personas y luego una aglomeración, una fila, un grupo que espera.
Atravesado el porche es el tumulto, los olores. Desinfectante, lejía. Y ruido, un guirigay permanente de voces, de pasos que se deslizan sobre el suelo de hormigón. Un sentimiento de urgencia mezclado con un espera permanente. Decenas, centenares de voces que hablan a la vez bajo el hangar atestado de barracas, obras y tiendas.
Está limpio, todo es limpiado y desinfectado sin cesar ya que todos los días hay gente que llega y gente que se va. La higiene es un equilibrio precario que hay que preservar continuamente.
Así que me siento y espero. Un joven afgano viene a charlar conmigo. Está aquí desde hace cuatro días, viene de Italia. Todos los días, o mejor, todas las noches prueba suerte en el Eurotúnel. Sonríe. Le importa un bledo Francia. Está convencido que aquí no hay derecho de asilo. Así que es a Inglaterra donde quiere ir. Lo conseguirá cuando haya suerte. Todas las noches lo intenta y vuelve a la mañana acompañado por la policía. «Taxi-policía» se le llama aquí. Habla regularmente por teléfono con su familia, un hermano en Kabul. Sabe de los bombardeos sobre objetivos militares, pero también que mueren civiles. Quiere saber más de ello, yo no sé nada.
Se marcha. Permanezco sentado escuchando la vibración de lo que el Director-adjunto quisiera que no se llame un campo, porque él hace todo lo que puede y dedica muchas horas a hacer que esto sea habitable. Lo que no impide que aquí sea inevitable pensar en la guerra, en una operación puntual, en una situación de conflicto, en desplazamientos de población durante una guerra.
Y ciertamente, es de una guerra de lo que se trata. Con supervivientes, náufragos estupefactos. El desorden allí, no tan lejos. Países vasallos que hacen de filtro. Y un imperio que hace todo por protegerse despreciando el derecho internacional. En fin, los que consiguen llegar, entrar, se hace de todo para que no hagan otra cosa que pasar, que no digan nada, que no se les vea. Es una guerra discreta y sin embargo mortífera. Una guerra contra los extranjeros, contra los pobres, las gentes del Sur que querrían venir al Norte. Una guerra que calla su nombre y oculta las víctimas. Una guerra de comunicación teñida de mala conciencia, y con un toque “humanitario”.
Hoy, en el centro, hay 1.085 personas bajo este gigantesco hangar. Comen, duermen, son atendidos, vestidos cuando es posible, y luego se van. Afganistán, Irak, Irán, Kurdistán, expaíses del Este y algo de África, he ahí de donde vienen estos «pasajeros».
Como la vida sigue, pese a todo, seis niños han nacido en los hospitales de la región desde la apertura del centro. Seis niños declarados, identificados, censados que no se han quedado. Que, llegada la noche, se han ido con sus padres a ocultarse en un tren, un camión, un ferry. Francesitos inexistentes que no se han quedado, porque este sitio no existe, no es nada, ni siquiera una esperanza.
Todas las noches más de 300 de estos invisibles se ponen en marcha. A su paso dejan un olor a desinfectante, el olor del campo. Cada mañana 250 de ellos vuelven. Es la media a la que hay que añadir los que se ocultan en los bosquecillos en torno a la línea del ferrocarril, entre los matorrales, para no ser vistos.
En la Cruz Roja se gestiona la urgencia del día a día y se desconfía de los medios de comunicación. Demasiada proximidad, demasiadas jilipolleces, demasiado de casi todo. Hay 6 peticiones diarias de reportajes: 2 TV, 2 fotógrafos y 2 periodistas de prensa escrita. Y luego, los malos recuerdos. Fotógrafos que se creen en su casa y fotografían todo y a todos sin respeto, ni precauciones. Periodistas que se cuelan y entran en la poca intimidad que alcanzan a preservar las gentes aquí.
Muchos malos recuerdos. Canal+ que mezcla «migrantes» y «refugiados». Que mezcla las cifras, haciendo pasar de 700 a 1.700 los «extranjeros» presentes. Un fotógrafo que viene de un diario serio y acaba publicando su reportaje en una fregona, Entrevue. Espectáculo, emoción, aproximaciones, anécdotas. Nada o casi nada que plantee cuestiones, que explique.
El tiempo pasa y nada cambia. Sin embargo, un consenso se desprende de la gente que viene a menudo o trabaja aquí. «Esta situación no beneficia más que a las mafias». «Es una hipocresía». El precio de pasaje giraría entre 2.000 y 4.000 francos. Para llegar allí cada uno ha pagado en torno a los 50.000 francos. ¿Cómo comenzar una nueva vida?
A las 16,45 horas las familias se ponen en marcha hacia Inglaterra. Llueve, es otoño. Un crío camina con un conejo en los brazos. Un padre lleva a su hijo. Su mujer camina a su lado con tres hijas que no sonríen. Con bastante suerte mañana estarán en Inglaterra.
«Cuando veo a una familia partir así, me entran ganas de tomar mi coche y llevarles», dirá uno de los miembros de la Cruz Roja pese a su obligación de reserva. En Sangatte hay mucha obligación de reserva. Mucho silencio, muchas cosas calladas, muchas miradas. Muchas palabras que no son ensordecedoras, porque nunca, nunca se puede olvidar todas estas muertes inútiles: electrocutados, aplastados, asfixiados…
Así que hay que olvidar, seguir olvidando. Caminar, hablar, y olvidar este sentimiento de vergüenza que se siente al ser testigo de esto…
Al borde del campo, dos C.R.S. tratan de hablar con africanos que ponen a secar su colada en las verjas. Es un intercambio de sonrisas un tanto surrealista. Tanto unos como otros esperan partir, pasar, acabar con este vagabundeo. Son sudaneses, hablan un pelín de inglés. Los de enfrente se aburren, obedecen, están allí.
Es la hora de la cena. Se forma una fila tras las barreras, una columna organizada de 500 a 700 personas que forma en fila india. Un ligero guirigay sereno, un guirigay de espera.
Más tarde, un hombre se queja del frío, otro de las mantas. Y al mismo tiempo, sonríen, felices de existir, felices de que se les escuche. Sonríen de que se les escuche, sin hablar de lo esencial, sin quejarse de lo principal. De la vida.
Estalla una pelea. Se ve a lo lejos una aglomeración, se oyen gritos y como una ola que converge hacia allí. Rápidamente Omar y Serge, los intérpretes-mediadores, se meten en el tumulto, tratan de razonar. Hay cuatro o cinco personas que se pelean, y alrededor una aglomeración de otros cien, en medio de los cuales surgen los tipos que ruedan por el suelo, se golpean gritando, se lanzan unos sobre otros. Hay puñetazos, patadas. Hay que lanzarse en medio de los que se pelean para lograr separarlos, retenerlos, agarrarles por los brazos. Please, please, please. Hay un herido leve. Es pequeño, rechoncho, musculoso, nervioso y sonriente. Tiene un corte en la frente. Era una pelea de pequeños traficantes. Historias como ésta hay a todas horas.
Desde la puerta del hangar, tras las verjas, se ven los ferrys uno tras otro. La costa inglesa está iluminada por el sol, lo que hace una línea blanca en medio del azul, una línea blanca tan próxima. Menos de cincuenta kilómetros.
Entre febrero y agosto últimos cuatro migrantes murieron. Algunas semanas más tarde, otros tres se encontraban en el hospital tras haber intentado saltar al techo de un tren. En septiembre un joven iraquí de veinte años era arrollado por un coche. Unas semanas después un joven kurdo era aplastado por el camión en el que se había montado. Su primo de 15 años está todavía en el centro afectado por el choque. Muertes absurdas, muertes sin responsables, vidas así, perdidas, olvidadas, llevadas por el viento del mar.
Muertes sin responsables, aparte tal vez de un ministro del interior que está al cargo de este dossier, y se prepara para las elecciones.
He ahí Sangatte, es la náusea, el sentimiento de vidas destrozadas, miradas, manos que tienes ganas de estrechar. Hombres que antes de ponerse en camino miran al mar los barcos pasar. No es un flujo, no es una masa, ni una cohorte. Unas decenas de personas que llegan aquí cada día. Unas gotas, unos ecos de lo que pasa en el mundo. Algunas familias, algunos niños, algunas mujeres, algunos hombre. Gotas de agua frente a la mediocridad de nuestros gobernantes.
Sangatte es el lugar de Francia en que los policías ven circular al mayor número de «sin papeles». Y los «sin papeles» al mayor número de policías.
Y está también el sentimiento de inseguridad de la población. Una violación, un chantaje, protagonizados por policías. Una casualidad, una fatalidad. No, lo que produce un campo. La arbitrariedad y el miedo, un sentimiento difuso de muerte, de fin de vida de la humanidad entera.
Muertos, heridos, hombres que caminan por la noche, muertos, heridos, desesperación de no saber qué hacer, cuerpos, palabras entrecortadas, sonrisas, puñetazos, manos tiernas, niebla, sol, una línea blanca donde dejar que tus ojos se pierdan, refugiarse antes de ponerse en marcha, ferrys que pasan a lo lejos.
Unos pasos más en el no-derecho.

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