Desde Tarifa

Desde Tarifa

Nieves García Benito

Tarifa 2 de julio de 2000

Es poniente. La playa llamada de Los Lances, no está claro si por la ancestral técnica de pesca o por los lances que cada día viven sus orillas, tiene un olor a niebla gris por las nubes bajas a eso de las ocho de la mañana, que son las seis del sol y parece que va a ser un día frío, en este julio revuelto en Cáncer. Es marea alta. A esta hora, un hombre entrado en carnes pasea afanoso al compás de su perro que le hace sudar sin intentarlo. El poniente largo que parece venir del mar de los Sargazos penetra en los huesos y hace pensar en ese porqué absurdo del cambio de horas. Un petrolero negro y rojo se pasea lento no muy lejos de la orilla y las olas, a esta hora, quieren ya alejarse de la costa e ir dejando paso a unos lances más largos, más grandes, que dejarán al río Jara tan pequeño como un charco, un lavado de pies, un agua como caldo en la mañana. Ya no hay conchas, están todas en las estanterías cubiertas de polvo de antiguos bañistas con obsesión de coleccionar hasta a sus madres. Las algas de los temporales de invierno, arrancadas de cuajo a los corales, siguen ahí abajo esperando al otoño impúdico que las vomite a esta superficie de color de arena en apariencia y negra un poco más abajo, salpicada del galipo embadurnado de petróleo de aquel enorme barco rojo y negro. Es poniente largo y no hay jóvenes leones, con la piel achicharrada y en lo alto de una tabla, intentando ganar una carrera al viento, tan sólo pescadores somnolientosy clavados en la arena como sus cañas, que ya no pescan nada, sólo por el entretenimiento de retar a las olas atrevidas y espumosas, algo cansadas por venir desde tan lejos. El agua está azul oscura y gris y verde y está fría a esta hora tan temprana. Su salmodia no admite a nadie, y aún cuando te atreves, un escalofrío se encarna entre las venas y los músculos. Al rato, te engulle y el cuerpo no es cuerpo es un placer inmenso y el agua no es agua es un deleite, más que un masaje, más que aquel sueño de verano. Un pulpo muerto se acerca acunado en su último suspiro y quisieras tener donde enterrarlo porque alguien ha cercenado todas sus patas y no sabes si fue un cuchillo de hombre o por ser cachorro de un monstruo de mapa de fenicios. La gaviota saltarina juega con mi perro y le hace correr kilómetros de lances, así él no tiene frío, mientras ella coqueta baila un vals y dos y tres para escapar, si quiere, al mar de los Sargazos. El Faro cansado de trabajar toda la noche, pica ya billetes para fumar su último cigarro y los helicópteros paran, por fin, su graznido intermitente y vietnamita.
A lo lejos, una figura se arrastra muy despacio, agazapada, ronronea con la espuma amarillenta, va y viene, viene y va, se diluye entre la niebla y es una aparición, un muerto vivo. Un zapato con olor a tiburón o pez luna parece disperso entre el granito, una camisa verde y blanca se adhiere a un vaquero de pana beig, atado a un cinturón, atado a un calcetín blanco con raya roja y negra. Las olas ya muy lentas escupen y escupen sus tesoros y parecen competir por llevárselos al mar de los Sargazos. No hay nadie en lontananza y el cuerpo ya desnudo corre de frente, con la frente muy alta, atrevido, en un tremendo desafío, al viento, a la arena, al agua, al perro, a la gaviota, a la ola, al río, a las cañas, al pulpo, a todo ese complot que tan temprano pretende retenerle y al que, en una sobredosis de imaginación trasnochada y asesina, llamamos frontera.

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