Venganza mora. Diario de campo de un periodista en el Ejido

Venganza mora
Diario de campo de un periodista becario en El Ejido

Carlos Celaya

Cuando vi a los marroquíes concentrados en la plaza sospeché de inmediato. Pensé: algo traman. Y recordé la premonición del redactor jefe antes de venirme a El Ejido, cuando empezó el conflicto: “los moros son vengativos, los conozco… ya verás: preparan algo contra los españoles. Que te cuente tu padre lo que hacían en la Guerra Civil, que te cuente”. Después de todo, a mí siempre me habían parecido un poco torcidos, como con doblez; no tuve duda: en esa plaza se fraguaba una venganza.
Tomé ánimo y fui directo al grupo: vamos, aquí hay un titular vibrante, lo sé. Esto es una portada. Déjalos con la boca abierta. Que digan: caray con el becario.
Después de tres días en el pueblo desde los incendios de las casas de marroquíes me había hecho con el territorio. Tejí mi pequeña pero eficaz red de informantes y di con Mohammed en la primera jornada: él me informaba y yo le respondía con artículos en el diario para su causa. Ese era nuestro acuerdo y lo respetábamos.
Así que cuando lo miré a los ojos, se separó del grupo que ocupaba un rincón de la plaza y vino leal hacia mí. Le pregunté dos o tres cosas de rigor pero traté de indagar en sus propósitos. Seguimos hablando pero nada lograba saber. Hasta que me sorprendió: “Yo sé lo que buscas, amigo de la prensa” me dijo. “Noticia. Y yo te la voy a dar”.
No quiso hablarme allí y me citó en el bar azul a la salida del pueblo, casi en la carretera.
Pasó una hora y luego otra hasta que llegó y hablamos. Sólo saqué algunos datos. Habían convocado al día siguiente una marcha entre los invernaderos y la plaza central para pedir mejor trato de los españoles.
Posiblemente se me vio la decepción en la cara porque volvió a mirarme con picardía como otras veces y me dijo: “Habrá sorpresa. Tú paciente, amigo”
Exprimí como pude sus palabras toda la noche. Estaba excitado. La manifestación ya era en sí una noticia y si hay manifestación, puede haber pelea, porque los ánimos están alterados y con ganas de desahogarse. Tenemos foto de portada, eso seguro. Pero, ¿y la sorpresa?, ¿qué pueden tramar? Cábalas y conjeturas.
Al día siguiente, sobre el mediodía, el aire era denso cerca de la plaza. Quizás se había corrido la voz entre los vecinos de que los marroquíes preparaban algo. No lo sé. Pero allí había más gente de lo normal en un domingo y desde luego demasiados chicos jóvenes para la hora que era. Corría la cerveza.
Las camionetas de policía estaban estacionadas junto a la plaza, en el mismo lugar desde hacía un par de días. Me senté en una cafetería con grandes ventanales y leí el diario. Al lado había una familia que discutía sobre cualquier asunto y un niño pesado y gritón jugando con una pelota.
Y en un instante, con el niño molesto a mis pies recogiendo su pelota, apareció un grupo de marroquíes por una calle pequeña, perpendicular al ventanal. Unos quince. Después se fueron sumando más. Allá unos diez, y entre ellos distinguí a Mohammed. Por otra calle unos veinte. Había mujeres. Así fueron llegando hasta que en cuestión de un par de minutos se agolparon 150 ó 200 inmigrantes con pancartas y carteles.
Corearon consignas y la policía empezó a rodear a los manifestantes, como para evitar líos. Coreaban: “¡No somos esclavos!, ¡tenemos derechos! ¡Somos inmigrantes, no somos ganado! ¡No somos animales!, ¡tenemos almas!” Coreaban más.
Un policía le preguntó a otro: “¿Armas?, ¿qué han dicho, armas?” Los policías parecían agitados, acomodaron los escudos y agarraron con fuerza las porras. Se hablaban unos a otros. Confusión. Seguían las consignas al fondo: “¡No somos animales, tenemos almas!”
El círculo policial se tensaba. La gente del pueblo se acercaba cada vez más a la protesta. “Estaban enojados. ¿Qué dicen”, ¿qué tienen armas? Serán cabrones estos moros”, se disparaban algunos vecinos con violencia.

- No, han dicho almas, dijo una.

- Mentira, han dicho armas, lo he escuchado perfectamente.

- Eso, han dicho armas.

- No, ALMAS

- ARMAS. ¡Traidora!

El sol quemaba. Las consignas de los lugareños eran cada vez más chillonas: “Moros fuera! ¡España para los españoles! ¡Moros fuera!” Reconocí entre la gente a mi fotógrafo. Sonreí con confianza y volví a recordar: esto es primera, seguro.
Un lugareño levantó el brazo enseñando el puño: “iros ya, moros de mierda”. Un grupo de marroquíes dio unos pasos al frente, desafiantes. Nervios. La policía empieza a preparar los fusiles de gases y la gente grita cada vez más. Unos pasos más de los marroquíes y ya se huele casi el humo lacrimógeno. Tensión.
Pero en un instante se congela el escenario.
Los marroquíes que avanzaron antes abren paso ahora a un grupo de mujeres, siete, embarazadas todas y todas españolas.
Los policías se cruzan miradas de asombro.
Asocio enseguida en mi cabeza los casos de algunas chicas que se habían escapado de sus casas meses atrás y que me relataron al llegar al pueblo. “Se van a encontrar con los moros en el camino y ya verás cómo vuelven corriendo” se consolaban las madres. Y caigo en la cuenta de que se fueron por el embarazo con sus novios marroquíes. Una pareja de vecinos reconoce en las mujeres a su hija, “Mira Manolo, si es la niña, que se nos había escapao. Hija mía, ¿dónde estabas? Niña ¿qué haces con los moros?”. El padre: ven pa’ cá antes que te parta la crisma. La madre desesperada: “pero Manolo, mírala, si está preñá”. El padre rabioso: “La muy puta…” Sale un gritito del grupo de inmigrantes: “Papá que vas a ser abuelo”.
La madre llorosa: “¡Qué disgusto, mi niña, qué disgusto!” Manolo intenta romper el cordón policial. Se lo impiden y se llena de cólera y vocifera: “¡Moro cabrón, si te cojo te mato!” “Papá, mira, que llevo un morito aquí”, y señala la panza de seis meses. “Un morito en la familia, papá” dice Mohammed.

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