Una confesión

“Milaka Aurpegi – Gipuzkoa – Mil rostros” fue una de esas buenas noticias ante las que uno no duda; sólo cabe apuntarse. Eso, y preguntarse cómo demonios tardó tanto en ocurrírsele a alguien. Participar ha sido mi oportunidad de expresar esas cosas elementales que te vienen a la cabeza en cuanto dedicas un minuto a pensar en los inmigrantes.

Lo primero, que no me molestan, ni me dan miedo. Que me siento bien con ellos y entre ellos. Que me gusta cruzármelos en la calle e intercambiar un saludo. Y que por encima de los prejuicios que hacen que la gente no los quiera como vecinos, los vea como una carga para la Seguridad Social, como trabajadores sin cualificar que tiran para abajo los salarios o como potenciales delincuentes, me encanta que, en un momento de máxima exigencia en sus vidas, al verse en la necesidad de dejar su país de origen para aspirar a una vida más digna, sea desde el punto de vista económico o democrático, han elegido este territorio y a nuestro pueblo para hacerlo.

Me gusta que estén entre nosotros también por lo que nos aportan. Y no me refiero sólo a lo que más se menciona: que es mano de obra que necesitamos para que nuestra economía funcione y podamos asegurar nuestra pensión del futuro; que enriquecen nuestro patrimonio humano al abrirnos a nuevas culturas, idiomas, folklore, formas de comer y relacionarnos. Al margen de la economía o la multiculturalidad nos aportan algo más, y muy importante: nos ponen delante de los ojos, y no verlo es ya ceguera culpable, que vivimos en un mundo injusto, criminalmente desigual en las posibilidades que ofrece a unos y otros. Y al abrirnos los ojos, nos interpela a ofrecer a los demás las oportunidades que nosotros hemos tenido, o que otros en su día nos han ofrecido. ¿Acaso no somos o descendemos de emigrantes muchos de nosotros?

Mis padres vinieron muy jóvenes a Bilbao; él de Valladolid en busca de trabajo y ella de Logroño a aprender costura. Dos hermanas mías buscaron en Paris con apenas 20 años escapar a las tinieblas de una dictadura que les ahogaba, y allí se quedaron para siempre. Tanto mis padres como mis hermanas supieron situarse en la tierra que les acogía, compitieron para abrirse un camino, lo lograron y aportaron. Exactamente igual que tantos y tantos de los inmigrantes que hoy conviven con nosotros. Quizás por eso me molesta tanto que digan que son gente que viene a comer la sopa boba, y por eso también me pareció tan acertado el carácter que se ha dado a “Milaka Aurpegi – Gipuzkoa – Mil rostros”: un acto de reconocimiento a quienes en circunstancias de extrema dificultad han sabido competir de igual a igual con nosotros, ganarse un puesto en esta sociedad y contribuir con ello a que sea más abierta, diversa y mejor.

Bien, esto es lo que la cabeza me dice, y lo que quise expresar el 23 de octubre en el Palacio Kursaal. Pero unos días después me esperaba una sorpresa. Habían pasado apenas 15 días. Salía del mercado de Gros con la cabeza distraída en algo que se me estaba olvidando comprar. En estas se me cruza un joven con una sonrisa de oreja a oreja: “Hola, como está”. Repetiré, para no sonrojarme del todo, que tenía la cabeza distraída, pero lo confieso: le vi como un incordio, un extranjero, marroquí probablemente, que me iba a pedir dinero. “Sí”, le dije, dando a entender, sin llegar a pronunciarlo, un “¿qué quieres?” a la defensiva, mi discurso del Kursaal por los suelos. “¿No me recuerdas?”, añadió, “estuvimos juntos en el Kursaal, en el escenario.
Fue muy bonito y me ha alegrado encontrarte otra vez”*. Le abracé procurando que no me notara avergonzado.

Todavía sigo pensando ello: en los prejuicios que nos condicionan por más que nuestra cabeza pretenda haberlos superado, y en lo poco que hace falta muchas veces – ese pequeño esfuerzo de acercamiento que él hizo- para transformar la prevención en calidez y cercanía. Avergonzado como estoy todavía, espero volver a cruzarme con él para, esta vez, adelantarme yo a decirle cuánto me alegra encontrarle en “nuestro” barrio.

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