Integración y Globalización

INTEGRACIÓN Y GLOBALIZACIÓN

Danilo Martucelli

Cuando se habla de los retos que la inmigración plantea en las sociedades europeas actuales, tienden a diseñarse dos grandes posiciones. Para la primera de ellas, fuertemente pesimista y reactiva, la distancia cultural de los inmigrantes de hoy sería de una naturaleza tal que hace imposible todo proyecto consecuente de integración. Para la segunda de ellas, exactamente opuesta, la integración, más allá de los obstáculos, no es sino una cuestión de tiempo.
En realidad, el desafío real de la inmigración se establece entre estos dos extremos. Lo que caracteriza el momento actual no es tanto la supuesta diferencia cultural de los inmigrantes o los rasgos aún más recientes del proceso, como el hecho de que las instituciones en Europa, así como el debate social y político, “trabajen” la sociedad de una manera distinta. Por esta razón, para abordar los fenómenos ligados a la diversidad cultural, es necesario reemplazarlos dentro de las grandes transformaciones sociales actuales.
En una frase: vivíamos en sociedades de explotación económica y de asimilación nacional; nos desenvolvemos en sociedades de exclusión social y de diversidad cultural. Las figuras del excluido, del desocupado, del inmigrante, de los jóvenes, de las mujeres han reemplazado a la del obrero obligado al trabajo en cadena como símbolo de la cuestión nacional. A los problemas sociales que parecían concentrarse en el trabajo y en la fábrica se añaden muchos otros problemas. ¿Cómo interpretar este proceso?
De los complejos temas que podríamos tratar, nos centraremos en tres de ellos: la dinámica de la actual globalización económica; la transformación de los mecanismos de la exclusión social; el reconocimiento de la diversidad cultural. Sólo una vez analizados estos tres puntos, nos será posible precisar la verdadera naturaleza de las dificultades actuales para la integración social.

La Globalización económica

La globalización, en sus aspectos básicamente económicos tiende, por lo general, a ser asociada con una serie de cambios (entre otros, la fuerte integración de los mercados y las plazas bursátiles; la aparición de vastas zonas de libre comercio; la intensificación del comercio mundial; la estandarización creciente de los patrones de consumo; la controversia sobre la emergencia de empresas globales; los cambios de emplazamiento de las industrias o la emergencia de nuevos países industrializados donde se pagan bajos salarios). Pero más allá de la enumeración de características, bien puede decirse que en la mayoría de los estudios, la globalización, en tanto que dinámica social contemporánea, designa menos la emergencia de una nueva estructura supra-nacional que la formación de redes cada vez más densas entre lo local y lo global y la introducción de nuevos principios de competencia entre los países, así como nuevas formas de conflicto social. Veamos más en detalle las principales transformaciones.

  1. El primer gran cambio es el paso de una economía cuyas actividades, a pesar de la importancia del mercado mundial, estaba controlado de manera sedentaria por burguesías y Estados (en todo caso en la mayor parte de los países centrales), hacia una situación de “nomadismo” de los centros de decisión. (…)
  2. Pero desde hace unas décadas, las economías controladas desde un punto, ceden el paso a economías más abiertas y de fronteras imprecisas. Emerge lo que algunos han denominado como una “nueva economía”, ligada a actividades basadas en la informática o en la aplicación de la información sobre la información, en tanto que característica mayor de la tercera revolución industrial. El capital más importante ya no son las instalaciones físicas sino el “capital humano”, el saber hacer y las “potencialidades” a largo plazo. (…)
  3. Por último, se consolida un nuevo sistema de competencia económica, en el que lo que se mueve desafía a lo que se queda quieto. O, si se quiere, que asegura el predominio de los “rápidos” frente a los “lentos”. Lo que se resquebraja es el predominio de las actividades económicas sedentarias, hechas sobre el territorio nacional, con un modelo autocentrado de desarrollo. En la fase actual de la globalización, se hazte a un incremento del desplazamiento de los capitales, los bienes y la mano de obra (que, sin embargo, sigue siendo el factor menos móvil de la globalización. Según algunos estudios, no más del 2% de la mano obra no agrícola mundial) (…)
  4. Sin embargo, y a pesar de estos cambios, la idea de que el Estado es impotente frente a la globalización no resiste el análisis. Cuando se sabe que un país como Francia más del 50% del PIB transita por el Estado (un 35% en los Estados Unidos de América), es aventurado afirmar que el Estado haya perdido toda capacidad de acción. Sin olvidad la importancia del sector público o no mercantil de la economía, sobre todo como freno anti cíclico, los especialistas señalan que el desarrollo de la “nueva economía” ha sido posible gracias a la importancia de las inversiones públicas en la investigación. (…)
  5. Es dentro del marco de este proceso productivo global como deben comprenderse los movimientos migratorios actuales. La experiencia de las migraciones internacionales en Europa occidental nos muestra que siempre han seguido, y siguen de cerca, a los cambios socio económicos, hasta el punto de que tienden a distinguirse cuatro grandes fases:

- Décadas de emigración a gran escala antes de 1914, que coinciden con una fase de industrialización rápida;

- Descenso de la emigración durante los períodos de inestabilidad económica, guerra y depresión, entre 1914-1945;

- Dos décadas de crecimiento económico rápido en los cincuenta y sesenta, con su cortejo de inmigrantes venidos de otras zonas del mundo;

- Desde 1970, con la vuelta a la inestabilidad económica, una inmigración hacia Europa y América del Norte que cambia de forma, de motivación, de público y de nacionalidad. Los movimientos de población se diversifican, los países de destino se incrementan, las inmigrantes mujeres son protagonistas de cada vez más proyectos de inmigración independientes.

Por todo ello, para caracterizar esta fase más moderna de las migraciones, la idea del tránsito de una emigración de la demanda a una emigración de la oferta, no da en absoluto cuenta de la complejidad del proceso en curso. Ciertamente, la causa más evidente y la que más se utiliza para explicar los movimientos migratorios, es la disparidad de los ingresos y las posibilidades de empleo. Para los inmigrantes, se trataría de pasar de una economía de bajos salarios a otra con salarios más elevados. Los defensores de la nueva economía de las migraciones de mano de obra insisten, además de en las posibilidades de un empleo estable, en la disponibilidad de capitales para la financiación de empresas y en la gestión del riesgo a largo plazo.
En esta lógica, juegan un papel importante los cambios demográficos y el incremento de la mano de obra en una región. Las decisiones de emigrar no son solo individuales, sino que también pueden ser expresión de una estrategia familiar para aumentar los ingresos o las oportunidades de supervivencia. Algunos hablan incluso de una “economía familiar global”. Como muestra, la variación del volumen total de transferencias de los inmigrantes hacia sus países de origen, que ha pasado de 2.000 millones de dólares en 1970 a 70.000 millones en 1995.
Sin embargo, no hay una relación simple entre pobreza e inmigración. En las regiones muy pobres es frecuente que la inmigración sea rara porque los habitantes no poseen ni los recursos económicos para el viaje, ni los recursos culturales para saber que hay oportunidades en otro lado, ni los recursos sociales, o sea, las redes de ayuda mutua necesarias. Son los grupos de ingresos medios de las regiones en desarrollo los que tienen más probabilidades de emigrar. Y a medida que los ingresos aumentan en un país, los emigrantes tienen tendencia a disminuir.
En realidad, entre las causas más importantes que facilitan la emigración, se encuentra la existencia de un “sistema migratorio”, compuesto por dos o más países que intercambian inmigrantes. Es preciso, por tanto, estudiar las dos terminales y las múltiples conexiones existentes para poder abarcar bien el fenómeno. Muchas existen, por ejemplo, antiguos vínculos de colonización. Pero las cadenas migratorias se pueden poner en marcha por otros factores, más o menos exógenos, que una vez establecidos tienden a perpetuarse.
En fin, todas estas realidades no deben hacer olvidar otro factor importante de la emigración, cual es la existencia de un proyecto voluntario de aculturación a la modernidad. En ese sentido, los emigrantes son actores de un proyecto personal o familiar, y no solamente agentes o víctimas de una situación económica. En muchos casos, se trata de un proyecto de ruptura progresivo con la tradición, o de un anhelo de emigración individual.
Todos estos cambios impiden reducir el fenómeno migratorio actual simple inversión de la demanda de los países centrales hacia la oferta de los países periféricos. Tanto más cuanto que este punto es objeto de debate. Para muchos autores existe siempre, incluso en la era de la globalización, una “demanda” en los países del norte que, sin embargo, no es reconocida como tal. Esta demanda concierne a actividades ubicadas en los dos extremos de la pirámide social. Por una parte, se consolida, cada vez más, una emigración internacional de mano de obra altamente cualificada, o, aún más masivamente, dadas las nuevas posibilidades del trabajo a distancia, una parte del valor añadido se realiza, cada vez más, por asalariados que viviendo en los países del Sur están contratados por empresas del Norte. Por otro lado, el grueso de los y las emigrantes sigue concentrándose en actividades que, dado el bajo nivel de productividad o dados los límites y las cargas sociales de los salarios, serían no competitivos con los países del Sur, (agricultura, pequeñas y medianas empresas), o que no son atractivos para la mano de obra autóctona, como los servicios personales, por ejemplo.

La cuestión de la exclusión social

No se trata tanto de afirmar que estas transformaciones explican la naturaleza de los desafíos que la inmigración plantea en los países europeos, sino, más bien, de comprender el trasfondo económico en el cual se inscriben los movimientos migratorios actuales y sus consecuencias sociales y culturales. En cualquier caso, es dentro de este proceso global como hay que intentar entender los mecanismos de la exclusión, yendo más allá de la idea según la cual se trataría solamente de una consecuencia indeseable que supone pasajera y transitoria. La exclusión es el producto de una manera de construir y de dirigir la sociedad. La exclusión, reducida a su esqueleto más simple, se estructura sobre la base de un doble principio de organización de las relaciones sociales. Uno, por las relaciones de producción, por el lugar que se ocupa en los centros de trabajo, los estatus de empleo, el nivel de ingresos. Esas relaciones de producción están siendo profundamente transformadas por la globalización. Dos, por las relaciones de reproducción provenientes de mecanismos institucionales, tales como la escuela, las políticas públicas y los derechos sociales, cuestiones todas ellas que tienen que ver con elementos de mucho peso en nuestra vida cotidiana.(…)
Pero la exclusión no se reduce a la imagen, demasiado simple, de corte entre los integrados y los excluidos, los ganadores y los perdedores. Comprendida de esa manera restrictiva, la noción es incluso imprecisa, pues esconde hasta qué punto en la sociedad contemporánea la exclusión es una línea continua, sin punto final. Por supuesto, algunas situaciones de ingresos escasos o de trabajos pesados llevan a la exclusión, otras no; los grupos cualificados, con ingresos altos, están mucho menos expuesto a ese riego. Pero la exclusión, en sentido amplio, define un proceso global que pasa por una serie de conexiones sociales cuya calidad define, justamente, su profundidad y su naturaleza.
La sociedad moderna se divide en segmentos sociales cuya posición estructural se explica por la naturaleza de sus diversas conexiones y por el control que ejercen sobre ellas. Aunque simplifiquemos, conviene que retengamos esta imagen. En un extremo están todos aquellos que gozan de buenas conexiones (en términos de empleo, de ingresos, de capacidades, de protecciones institucionales) y que, sobre todo, tienen un control activo, económico y político, sobre ellas. En el otro, todos aquellos definidos por conexiones “malas” (bajos ingresos), “escasas” (poca densidad relacional), “perversas” (ligadas a actividades informales o ilegales) y sin control efectivo sobre ellas (porque dependen de decisiones públicas sobre las cuales tienen poca incidencia política)
Así, podemos hablar, aunque sea muy esquemáticamente, de la configuración de cuatro grandes posiciones sociales ligadas a la globalización:

Competitivos: personas altamente cualificadas, con mucha movilidad, que poseen un estatuto de empleo seguro, gozan de una gran autonomía en el trabajo y son objeto de un conjunto de políticas empresariales que buscan hacerles fieles a la firma (ventajas, primas, stock options) Se trata de una verdadera elite transnacional.
Protegidos: se trata, fundamentalmente, de miembros de la función pública o del sector económico no mercantil, que poseen márgenes de autonomía variable según el puesto ocupado. Sin embargo, este grupo sufre, desde hace una veintena de años un conjunto muy heterogéneo de transformaciones, tendentes a igualar, progresivamente, sus condiciones de trabajo a las de los asalariados del sector privado.
Precarios: definidos por un estatuto de empleo precario (tiempo parcial, trabajadores de ETTs, con contratos de trabajo por tiempo cierto), bajos salarios y que tienen poca autonomía en el trabajo. Frente a los cambios de la coyuntura económica son la principal variable del “ajuste” económico.
Excluidos: Son las personas expulsadas durablemente del mercado de trabajo. Este grupo social, y el anterior, los precarios, son los que en la Unión Europea están verdaderamente amenazados en sus empleos por fenómenos de traslados de las empresas a otros países. El trabajo que realizan, de escasa productividad y poco cualificado, es muy caro, en comparación con los salarios que se pagan en muchos países del Sur.(…)

La importancia del tema de la exclusión procede de este estado de cosas. En sus figuras extremas, la exclusión es un fenómeno minoritario, pero en tanto que mecanismo que determina la posición social de cada cual, está en la base de la estructura social. La generalización de este proceso lleva a que las posiciones sociales intermedias se debiliten. Salvo para una minoría durablemente privilegiada, la mayor parte de los individuos tienen la sensación de que su posición no es inmune ni al cambio ni al deterioro. Las prácticas más diversas de protección aparecen en todos los ámbitos de la vida social. Lo importante, para decirlo de manera paradójica, no es tanto intervenir sobre los eventos sino aprender a defenderse de ellos. Toda la vida social está atrapada por esta preocupación mayor.
Es así como en el mundo del trabajo, los sistemas universales de protección estallan en beneficio de una miríada de mini-protecciones estatutarias, donde lo importante es lograr endilgar los riesgos profesionales y el paro a otros grupos sociales. En este juego, los viejos ganan sobre los jóvenes, los hombres sobre las mujeres, los cualificados sobre los poco cualificados, los titulares sobre los nombrados, los autóctonos sobre los inmigrantes. También en las ciudades, el diferencial de márgenes de seguridad abre brechas cada vez más profundas entre los barrios residenciales y los periféricos, entre aquellos que gozan de un entorno agradable y socialmente “homogéneo”, gracias a las diversas posibilidades de segregación a las que pueden recurrir, y todos aquellos que se encuentran obligados a compartir el espacio con vecinos calificados como indeseables. (…)
Aún más. Detrás de la gran división social que procede de la globalización, es preciso reconocer la fuerte tendencia actual hacia la individualización creciente de las desigualdades sociales. Es así como dos personas de una misma categoría social pueden tener, en función de si son propietarios o no, de cual sea su sector de actividad, del tipo de contrato de trabajo, de una ruptura familiar, de accidentes diversos, del grupo generacional al que pertenecen…situaciones sociales muy diferentes. Y en este contexto de individualización, la exclusión se presenta a través de un proceso que, bajo la figura de la sobre responsabilización individual termina por destruir al individuo. (…)

La cuestión de la diversidad cultural

A partir de los años ochenta los países europeos empiezan a reconocer el carácter más complejo de sus situaciones sociales, con inmigrantes perfectamente asimilados y europeos que ya no lo están, con una inmigración familiar que cambia el perfil social de los inmigrantes. El encuentro de esta inmigración global con las mutaciones que han conocido las sociedades europeas produce una fuerte inquietud sobre la capacidad de integración de los nuevos inmigrantes.
Ahora bien, en términos cuantitativos, nunca las sociedades modernas han asimilado tan rápidamente, objetivamente hablando, a las poblaciones extranjeras. Como lo muestran los mejores estudios disponibles, aún cuando los diversos grupos de inmigrantes se integran a la sociedad con ritmos diferentes, todos se encuentran en un proceso de integración activo. En cambio, algunos de ellos sufren procesos de discriminación importantes. Lo que impacta, en el fondo, es la desconexión casi constante entre la naturaleza de los debates públicos, a nivel nacional, y la situaciones locales.
Las dudas nunca han sido tan fuertes como en el caso de los inmigrantes adeptos al islam. Aun cuando la mayoría de los musulmanes han vivido y viven pacíficamente en Europa, las alarmas sobre su no integración y el debate público que los concierne, se concentra alrededor de una pequeña minoría de fundamentalistas. A su sombra se expande la inquietud y el miedo a que los inmigrantes desarrollen una actitud contraria a los países que los acogen. Ahora bien, la existencia de una minoría de musulmanes que deciden vivir en Occidente sin integrarse, es una realidad, actualmente, residual.
Aún más. El islam, como tradición religiosa instituida por el Corán y regida por los cinco pilares fundamentales, no se impone de manera monolítica sobre las nuevas generaciones. Al contrario, el individuo asume los elementos de la tradición religiosa de una manera personal, en función de sus intereses o de sus aspiraciones subjetivas. Por lo general, la tradición musulmana es reinterpretada a partir de la diversidad de las trayectorias de inmigración y las situaciones sociales. Aunque es cierto que, tal y como el movimiento de Black Muslims lo muestra en el caso de los Estados Unidos de América, también en Europa el islam posee una capacidad real de estructuración de las experiencias de las personas que se encuentran en situaciones de crisis. Pero, por el momento, y a diferencia del control comunitario real que ejercen las autoridades de este movimiento sobre los fieles en los Estados Unidos de América, en Europa, sobre todo en Francia y en Alemania, el islamismo de los jóvenes es una experiencia variable, personal, sobre la cual la impronta de las autoridades de la comunidad es, por el momento, débil. (…)
Repitámoslo. En las sociedades occidentales democráticas, la mayor parte de los inmigrantes, así como lo esencial de las minorías étnicas, participan, como los autóctonos, de los valores de base del consenso democrático. Las sociedades europeas no están inmersas en ninguna “guerra de dioses”. Las minorías y los colectivos inmigrantes no son, salvo muy escasas excepciones, comunidades cerradas que atentan contra la expresión individual de sus miembros. La adhesión a los principios políticos de la modernidad es fuerte, e intenso el proceso de asimilación cultural que viven la mayor parte de ellos. Digámoslo claramente: la tesis sobre la imposible asimilación cultural de los inmigrantes por razones específicamente culturales o religiosas es, en el mejor de los casos, una inepcia y, en el peor, una mentira.
Pero a pesar de lo dicho, hay que desconfiar de una visión demasiado optimista de la integración de los inmigrantes, especialmente por culpa de la xenofobia y de las diversas formas de discriminación de las que son víctimas. Frente a un cúmulo de obstáculos, una minoría puede verse tentada por la construcción de una identidad de ruptura. El tema de la doble pertenencia cultural, que para la mayoría de los jóvenes de la segunda generación posee poca entidad cultural si se analiza con indicadores objetivos, adquiere una gran importancia cuando quieren, en este contexto de hostilidad latente, real o imaginario, afirmar una doble fidelidad al lugar de origen de los padres y al país huésped o de nacimiento. En resumen, muchas veces es la desconfianza del entorno, que mira con lupa la realidad de su asimilación, la que termina produciendo efectivamente la no integración.
Entre los jóvenes que viven fenómenos de exclusión diversos, el proceso pasa por una mezcla de formas de fidelidad religiosa y de protesta contra el trato desigual al que están sometidos. A veces, el rechazo cede el paso a la ruptura. El islamismo político de una minoría aparece como una manera de “colmar” el vacío dejado por los antiguos mecanismos de integración social. Al final del recorrido, el actor étnico ya no se reconoce en la sociedad, quien a su vez tampoco le reconoce. La etnicidad se transforma en una ruptura ostentosa con la sociedad huésped. Y sin embargo, es preciso reconocer que los procesos más extremos sólo conciernen, hoy por hoy, a una minoría, mientras que la mayor de los inmigrantes participan en un proceso de integración. (…)
Lo que cambia fundamentalmente en el contexto actual es que las diferencias son hoy procesadas por los individuos como identidades propias, como modos de expresión y de construcción de sí. El deseo de afirmarse en el espacio público, de ser reconocido a través de “lo que uno es”, pasa a ser una exigencia importante, tanto más cuanto que lo que “hacen” define cada vez menos a lo que los individuos sienten que “son”. A veces, son grupos excluidos los que enarbolan estas interpretaciones identitarias. Otras veces son grupos ya integrados. En algunos casos son minorías, mientras que en otros se trata de una mayoría, como el caso de las mujeres. Esta demanda es novedosa en su amplitud y en sus formas y, sobre todo, legítima. Lo que era un tema marginal hace algunos años, el reconocimiento de la alteridad, se está convirtiendo en una especie de sentido común de la democracia. Es en este sentido, y dentro de este contexto como debe comprenderse el multiculturalismo.

¿Qué es el multiculturalismo?

La noción de sociedad multicultural no tiene ningún interés si nos limitamos únicamente a designar la coexistencia de grupos culturales diversos. Tanto más cuando lo propio de toda sociedad industrial fue, justamente, el ser un mosaico de diversidades regionales y culturales, o comunitario-clasistas, que dieron lugar, a través de la acción del Estado y del sistema educativo, a una unidad nacional.
Por el contrario, la noción de sociedad multicultural tiene todo su interés si se refiere a un modelo prescriptivo de integración social que trata de dar un espacio a la expresión de las diferencias culturales. Por multiculturalismo debemos entender, entonces, únicamente aquello que es constitutivo de una sociedad en la cual las identidades culturales adquieren una autonomía creciente respecto a las tradiciones nacionales (o prenacionales) y también, a veces, a las posiciones sociales de clase. De manera más restringida, se habla de multiculturalismo para designar un conjunto de políticas públicas que favorecen la expresión de la diversidad cultural presente en una sociedad, a través de derechos otorgados a ciertos grupos determinados.(…)
Por encima de todo, el multiculturalismo cuestiona la respuesta democrática tradicional al dilema de identidades asegurado por dos ejes núcleo de la política moderna, la “libertad” y la “igualdad”. La libertad, ligada a la separación entre el espacio público y el privado, permitía la expresión de identidades particulares fuera del dominio público. La igualdad, cualesquiera que hayan sido sus lazos históricos con el tema de la libertad, apuntaba a la repartición de la riqueza socialmente producida independientemente de los rasgos propios de los individuos. La gramática política de la democracia se apoyaba sobre el carácter universalizable de los derechos, que alimentaron así una de las representaciones más abstractas imaginables del vínculo social. La democracia ha sido históricamente indiferente (a veces hostil) al problema de las identidades, siempre reputado como capaz de traducirse, a través de los derechos universales, en problema civil o en problema social. En todos los casos, las identidades sociales estaban subordinadas, e informadas, por la universalización de los lenguajes o el triunfo de la modernidad identificada con la razón universal.
El multiculturalismo es pues la puesta en cuestión, práctica e intelectual, de este doble implícito democrático. El punto final del proceso se encuentra en la expresión de reivindicaciones particularistas no traducibles en lenguajes universales y en el afianzamiento del deseo de expresión pública de identidades particulares. Este proceso conoce dos grandes vertientes.
- A: La primera inflexión es la reinterpretación de la noción de “libertad” en términos de “diferencia”.
En la tradición democrática es de rigor distinguir dos concepciones de la libertad: la libertad negativa, la existencia de un dominio individual al abrigo de la intervención pública, y la libertad positiva, la capacidad de actuar de manera autónoma. La primera reenvía a los derechos civiles, la segunda a la libertad política. Ahora bien, la libertad negativa fue históricamente una libertad individual mientras que la libertad positiva pertenecía en el fondo a un sujeto colectivo, la voluntad de autodeterminación de un pueblo. En el multiculturalismo, y a través del proceso moderno de expresión de la diferencia, la libertad positiva deviene la exigencia de libertad de un sujeto individual que se expresa como miembro de una “comunidad” pero a través de una reivindicación personal, mezcla inestable de la libertad negativa y de la libertad de autoafirmación. (…)
La tensión central proviene pues del deseo de los individuos modernos de expresar su identidad en el dominio público y no solamente en el ámbito privado. Pero el proceso no está exento de algunos riesgos. Por un lado, y es el más frecuente, se rechaza la libertad negativa porque en el fondo reposa sobre un modelo normativo de individuo (hombre, blanco, adulto, heterosexual, sano y trabajador); de ahí que la antigua división entre lo “público” y lo “privado” no satisfaga ya a las nuevas exigencias. Pero, por otro lado, y a medida que se obtiene la disolución normativa del modelo central de individuo, se asiste a la proliferación de las minorías. Según algunos, la sociedad deviene una yuxtaposición de grupos a los que todo opone y nada reúne. Una disolución que se acompaña, por lo general, por un exceso de demandas identitarias, que dejan de pensarse en términos racionales para hacerlo de manera esencialista. (…)
- B: La segunda inflexión concierne a la interpretación de la igualdad en términos de equidad, lo que entraña una modificación progresiva de los criterios de intervención pública.
Con la igualdad se trata de establecer una representación de la sociedad en tanto que totalidad, no siendo el individuo más que un miembro genérico de la sociedad. Por supuesto que el problema de la equivalencia de los individuos es de rigor, pero sólo en la medida en que esta exigencia se expresa en un lenguaje universal. Las personas son tratadas como iguales porque son portadoras de una misma “naturaleza” humana. Una concepción que trataba de corregir la desigualdad natural por la igualdad moral, para decirlo en palabras de Rousseau. La igualdad, dentro de la historia social de la democracia, no es más que el tratamiento sucesivo de diversas diferencias, traducidas en un lenguaje universal y tratadas por la ecuación igualitaria.
Pero, progresivamente, la igualdad se convierte en exigencia de equidad, una noción que considera la justicia social como igualdad de oportunidades en la competición social y que, así, toma en cuenta, activamente, las diferencias individuales. La equidad reconoce políticamente las diferencias entre los actores y trata de instaurar un tratamiento diferencial en los individuos. Es una reflexión, en gran parte deudora del proceso de racionalización y de la extensión del saber social: cada vez es más difícil continuar afirmando que un tratamiento igualitario es suficiente para asegurar la justicia social. La equidad aparece entonces como una profundización de la exigencia de la igualdad por otros medios.
Para quienes abogan por la igualdad, solo en la medida en que el Estado interviene a través de principios universalistas se produce cohesión social. Toda discriminación positiva sería, según este modelo, una invitación a la desafección ciudadana. Para los partidarios de la equidad, por el contrario, no solo no se trata de aplicar los mismos principios a todo el mundo, sino que, incluso, a veces, los principios no se consideran idénticos para todo el mundo: siempre es necesrio tener en cuenta las circunstancias personales. La concepción liberal de la justicia social consistiría, por tanto, en asegurar la capacidad efectiva de los individuos a gozar de los mismos derechos.
Pero también aquí un riesgo real acompaña esta inflexión. Este riesgo sería el desarrollo de una espirar perversa de la equidad, que seguiría estos pasos:

- Los servicios sociales son destinados prioritariamente a los más pobres, lo que parece justo, dadas las desigualdades y restricciones presupuestarias.

- Los servicios sociales destinados a los pobres terminan casi inevitablemente siendo de peor calidad que los otros, a pesar de las “sumas” de dinero invertidas.

- Las clases medias entran en procesos de revuelta fiscal: ¿por qué pagar por servicios sociales que ellos no utilizan?

- Y, última etapa, como además estos servicios son malos, en nombre de la eficacia se los cierra.
Pero más allá de estos riesgos, ¿cómo negar el hecho de que nuestras vidas políticas están cada vez más marcadas por un deseo de individualización y de reconocimiento de la diversidad cultural? Y, una vez más, y como acaece con los mecanismos de la exclusión social, ¿cómo negar que este proceso no concierne únicamente ni principalmente a los inmigrantes? Pero una vez reconocida esta tensión, ¿qué solución política puede entreverse?

¿Hacia los derechos culturales?

Los países europeos tienen tradiciones diferentes y, aunque lo simplifiquemos, no es exagerado decir que hay una oposición entre el modelo asimilacionista francés, el modelo comunitario inglés y la concepción cultural restrictiva alemana. Pero al margen de ello, y sería lo más substancial, todos los países están confrontados hoy en día a debates similares que afectan a la democracia. (…)
Retomando la reflexión histórica de Marshall, se trata de saber si deben o no añadirse a los derechos civiles, políticos y sociales, nuevos derechos culturales. En realidad, detrás de esta transformación, lo que está en entredicho es la ampliación o no de los criterios de la ciudadanía, a través de la tensión entre principios “universalistas” y aspiraciones “diferencialistas”. (…)
Una vez más, es dentro de esta tensión como debe comprenderse el actual debate sobre la ciudadanía multicultural. Tanto más cuanto que en el fondo, en las democracias occidentales, el debate se estructura entre grupos e individuos que comparten los valores de base del consenso democrático liberal, pero que se oponen sobre la interpretación de la sociedad multicultural, sobre todo respecto al papel que debe dársele a la lengua, a la cultura, o a las identidades etnoculturales en el seno de las instituciones democráticas.
El principal problema reside pues en saber si el régimen democrático debe o no reconocer derechos culturales a las minorías. La posición clásica dice que no y, en el fondo, opera estableciendo un paralelismo entre la religión y la cultura. Al igual que el Estado es laico en cuestiones religiosas, de la misma manera no debe privilegiar una cultura en detrimento de las otras. Ahora bien, es justamente este postulado el que es problemático. Como lo muestra de manera convincente el planteamiento de Kimlickca, el problema no consiste en saber si los derechos de las minorías son una violación de la neutralidad, sino en saber si el proceso de institución de la nación crea o no, inevitablemente, una injusticia hacia las minorías. Tanto más cuanto que es contra las minorías como se han construido históricamente las naciones modernas. O sea, dada la historia social, es imposible imaginar un Estado neutro culturalmente, ya que, como mínimo, el código civil refleja una concepción del bien y que todo Estado habla una lengua.
Este cambio ha sido esencial en los debates de filosofía política entre los años ochenta y noventa. Al comienzo, se defendía un modo de vida comunitario y premoderno frente a los ataques del individualismo liberal. Una posición que puede hoy convenir a ciertos grupos minoritarios, pero que de ninguna manera responde a las exigencias de las mayor parte de los individuos de las minorías que aceptan los principios del liberalismo cultural. De lo que se trataría hoy en día es de defender los derechos culturales como una condición de la libertad y la igualdad individuales. De lo que se trata, a través del reconocimiento de los derechos de las minorías, es de mejorar la autonomía individual y de proteger a los ciudadanos de las injusticias creadas, implícita o explícitamente, por las instituciones nacionales. Para autores como Kimlicka, el objetivo, entonces, no es otro que hacer que el Estado liberal sea verdaderamente liberal, o sea, que sea neutro frente a los sistemas de valores culturalmente encarnados. Para ello, el Estado está obligado a reconocer “derechos s las minorías para extender la libertad de los individuos”.

El desafío de la integración

El encuentro de una estructura social cada vez más movediza y atravesada por la lógica de la exclusión social con una aspiración cada vez más legítima al reconocimiento de la diversidad cultural, en medio de una transformación profunda de los procesos de fabricación de la identidad de los individuos, provoca necesariamente tensiones. Los problemas socioeconómicos y las realidades socioculturales tienen, incluso, tendencia a separarse. A veces, pareciera que se tratasen de fenómenos sin relación entre sí. Otras veces, por el contrario, se supone que la subordinación entre ellos es de rigor, no siendo la diversidad cultural, a fin de cuentas, más que un problema episódico frente al drama de la exclusión social inducido por los cambios económicos. En verdad, ni la tesis de la independencia, ni la de la subordinación, dan cabalmente cuenta del proceso en curso.
No se trata de oponer en términos de exclusión social y de diversidad cultural los autóctonos a los inmigrantes, sino de comprender las fisuras que atraviesan a los unos y a los otros dentro del actual proceso de globalización. (…)
En el fondo, y volviendo a la pregunta que abre este texto, el reto de la integración no procede ni de las solas desigualdades sociales ni de la supuesta impermeabilidad de las identidades culturales. El verdadero desafío es aprender a razonar simultáneamente con los dos ejes, puesto que es en el va y viene entre uno y otro donde reside el secreto de su inteligencia recíproca. La integración ya ha dejado de ser un proceso homogéneo y continuo. Cada vez más se nos aparece como un proceso heterogéneo, con pasos para adelante y pasos para atrás, jamás definido y problemático para todos los ciudadanos y ciudadanas.

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